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El ángulo didáctico

Me estrené como profesor un 15 de enero de 2018, hace 28 años, justamente el Día del Maestro en Venezuela. Aquel año el Ministerio de Educación ordenó que no fuera de asueto. Recuerdo que mi primera clase fue con alumnos del 4º año de secundaria. Aquel día hablamos de la Ilíada, de Aquiles y Patroclo, y del concepto de amistad para los griegos. Los chicos estaban sorprendidos con la decisión que le había costado la vida a Patroclo: morir en combate contra Héctor, príncipe de Troya, haciéndose pasar por Aquiles.

No es fácil para un docente acercarse a los jóvenes. Ellos tienen sus propios códigos, intereses y maneras de entender la vida. Para mí el tema apasionante de la Ilíada era el viaje psicológico de Aquiles, ese periplo del soldado que odia a su rival hasta asesinarlo, y luego termina reconciliándose con el padre de este en sus funerales. Para ellos, el asunto crucial era la amistad entre Aquiles y Patroclo. Centrado en el interés de ellos, y no en el mío, tuvieron lugar unas de las mejores clases que recuerde.

Aquellos muchachos fueron capaces de hacer un cuadro sinóptico de los valores de la amistad en la antigua Grecia a partir de la Ilíada, comparándolos con los nuestros de hoy, y salimos aplazados. Aun más: se propusieron rescatar dichos valores griegos. Y yo no podía dejar de recordar algunas líneas de José Enrique Rodó en Ariel, aquella propuesta de revitalizar el alma latinoamericana en las fuentes helénicas. Algunos de esos adolescentes, sin que se les pidiera, leyeron completa la obra de Homero, algo que no habría logrado con mi perspectiva del viaje psicológico del héroe.

De aquellos días me quedó una lección de vida: todo objeto de aprendizaje tiene un ángulo didáctico, y la habilidad del docente consiste en manipular dicho objeto hasta dar con el ángulo acertado. De nada sirve enseñar lo que a mí me interesa. El alumno solo recibirá y guardará lo que le cautive. Así que para mover este objeto de aprendizaje hay que vaciarse de sí, desprenderse de las seguridades y estar abierto al Otro. Quizás vaya a decir algo gordo, pero luego de 28 años creo que fue más provechoso, en todos los sentidos, haberme saltado a la torera mi guion de clase, pues dimos pie a un aprendizaje vital.

Creo que es posible enseñar sin aburrir y aprender sin fastidiarse. Solo es asunto de girar el objeto de aprendizaje hasta dar con el ángulo didáctico. Lamentablemente, a veces solo enseñamos por cumplir un programa, por enseñar. Pero… ¿para qué enseñamos? ¿Cuál es nuestro objetivo y cuál el del alumno? ¿Enseñar? ¿Aprender? Eso no basta, o basta solo para matar la curiosidad intelectual. Aquellos alumnos de mi anécdota no querían aprender sobre la Ilíada por el simple hecho de saber más, sino porque les ayudada a mejorar un aspecto específico de sí mismos.

Cuidado. No estoy defendiendo la pedagogía utilitaria, fundada en la enseñanza solo de aquello que le será útil al alumno, que lo podría hacer con sobradas razones, pero aquí solo intento destacar que todo conocimiento tiene una multiplicidad de ángulos didácticos posibles, y uno de ellos aguarda a ser descubierto por nuestros alumnos. Por tanto cada clase será única, puesto que difícilmente hallaremos dos alumnos o dos cohortes con idénticos gustos y deseos. Una práctica que a menudo me ayuda es desechar todo y comenzar de nuevo en cada período lectivo. Así no sucumbo a la tentación de repetir estrategias pedagógicas borroneadas sobre una hoja amarillenta.

Por otra parte, el ángulo didáctico no es estático. La perspectiva que nos permitió durante un período lectivo desarrollar determinada aproximación didáctica nos pedirá, en presencia de otro grupo de estudiantes, un modo diverso de ser. Y con ello habrá una dinámica renovada y única.

La vida es así, un gran salón de clases, al que entran y salen alumnos de las más variopintas maneras, mientras permanecemos en él. Lo que aprendamos allí dependerá ciertamente de otros, pero intrínsecamente de nosotros. Nos toca elegir los maestros y a veces los compañeros. En ocasiones se nos impondrá una dura lección, que lo será menos si le buscamos el ángulo didáctico. No siempre lo hallaremos enseguida. Yo tardé catorce años en comprender y asimilar el sentido de la muerte de mi padre. Y este aprendizaje me ha hecho mejor padre de lo que habría sido sin él.

Un día abandonaremos el aula, para siempre. De nosotros quedarán anécdotas, cuentos –desapacibles unos y amables otros–, leyendas y hasta mitos… pura palabra, solo verbo quedará y un puñado de recuerdos que otros administrarán a su modo. Con suerte habrá alguna fotografía y alguien guardará, como un talismán, alguna pertenencia nuestra. Entonces algo de nosotros tendrá un ángulo didáctico, algún perfume de nuestra existencia guiará a alguien hasta la barda del tiempo, donde intuirá que, al final, todos somos renglones de un mismo libro imposible de abarcar.

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