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El amor entre samuráis

“El deseo es el más seguro de los guías”, sostenía Andre Gidé, tras una vida dedicada a realizar una obra por la libertad del pensamiento y la acción, en una época signada por el puritanismo, el neonacionalismo y la represión moral. Y si bien sus viajes no lo llevaron al Japón, África resultó igualmente para él un espacio de emancipación y autonomía contra la sumisión a las normas impuestas por las sociedades occidentales.

Quaint Stories of Samurais, editado por Saikaku Ihara (1642-93) y publicado en su versión inglesa hace ahora ocho décadas, se hace eco de tal comportamiento, al mostrarnos la intimidad de un mundo signado por el vínculo de mutua pertenencia. Y aquí esa “interferencia exterior”, esa “obligación personal”, que Maggie Childs apuntó en el prólogo, como móvil para el suicidio por amor, resulta de un sentido del deber intrínseco al pueblo japonés. Un sentido, inscrito aún hoy en los rostros de quienes dirigiéndose a sus trabajos en el mundo empresarial, transitan por el centro de Tokio perfectamente organizados, formando hileras de camisas blancas y trajes grises o azul oscuro. Con lo cual, si se observa desde alguna torre elevada, el movimiento ordenado de los cuerpos calca el del mar contra las rocas, durante esos días de cielos encapotados y lluvias esporádicas inmediatamente anteriores al comienzo del verano.

Un mar, similar al que Yukio Mishima describe en Confesiones de una máscara como alegoría de su soledad interior, experimentada al descubrir que ya no ama a Omi, y como reflejo del color “sobrenatural que espejea en los ojos de una persona al borde de la muerte”, logrando estructurar con ello una convergencia entre las dos pasiones que signan el amor entre samuráis: la pasión por el secreto y la pasión por la autoaniquilación violenta con la espada.

Pero no existe contradicción entre la intimidad con que se establece el intercambio sexual en el estamento samurái y el dolor con que el metal embiste el cuerpo fracturándolo, pues la seguridad de yo saber que él es mío y le pertenezco, unida al compromiso de la muerte por amor hacia el objeto amado, del mismo modo abarca la civilización occidental del mundo antiguo y los primeros tiempos de la Alta Edad Media europea.

También entonces la relación entre iguales enlazaba tantos a los cuerpos —que al ser imagen y reflejo podían alcanzar cotas de refinamiento superiores a los que les es dable acceder a sexos opuestos, pues puedo satisfacer mejor lo que mi cuerpo también conoce— como a la mente, a través del vínculo de la nobleza. Un vínculo, correspondiente a la fidelidad en el deseo, cuyo clímax se alcanzaba durante la acción guerrera donde amante y amado, elector y elegido peleaban en fusión absoluta.

Tal fue el caso del Batallón de Tebas formado para derrotar a Esparta. O el de los caballeros que rodeaban a señores feudales y reyes, como Ricardo I “Corazón de León” y Guillermo II “El Rojo”, quienes pese a sus “largas vestimentas, calzado puntiagudo y modales amanerados”, eran “los primeros en todas las hazañas guerreras, tanto en los campos de batalla como en los asedios de ciudades”.

Literalidad del principio de morir por amor, entonces, completamente desligado del sentido heterosexual del término, donde la decisión de morir del amante, al no poder vivir sin su amada, es el desenlace a una batalla privada para la cual el enemigo es el otro. Un principio que, en la relación entre samuráis, se redimensiona al sobrepasar los límites occidentales de la muerte por ti en combate. Y es así, porque el emblema del secreto, también presente en aquella parte de nuestra cultura e igualmente entendido como símbolo de refinamiento sin afectación, se complementaba en ellos con el entrechocar de las dos espadas que siempre llevaban colgando, una a cada lado del cinto. Sonido metálico entonces, “recordando sin descanso la cercanía de la muerte en la que ha de vivir un samurái”. Conciencia esta resultante de su sentido profundamente religioso —el hosshin— concebido para inculcarle el desapego a la vida, que abandonará violentamente, en agonía y con profusión de sangre. De ahí que el harakiri fuera el método predilecto, al centrarse en el vientre y descerrajarlo con movimientos lentos en cruz, buscando alargar el intervalo de dolor que media entre una pasión y otra.

Serán justamente la violencia, la agonía y la abundancia de sangre lo que conformarán el nudo de las trece historias del libro, residiendo la diferencia en el cuarto ingrediente: fidelidad, error, sometimiento, pasión contenida, negación de la mujer o fortaleza. Elementos provocando la alquimia entre los cuerpos dentro de un contexto, osado no por el desenfreno, sino por la inexistencia de una sola sombra de duda en cuanto a la naturalidad del vínculo entre sexos gemelos.

Naturalidad que descartaba el sentimiento de culpa, con lo cual la relación florecía ausente de esa tristeza occidental, visible a partir de la Era Meiji y coincidiendo con la represión victoriana, que nunca hubiera permitido al poeta romántico alemán August Von Platen escribir en su diario: “Aquí en Nápoles, el amor entre hombres es tan corriente que no debe uno tener repulsa alguna ante las pretensiones más audaces (…). Tal vez sea por esto que el amor no toma jamás una apariencia melancólica”.

“Todos los camarada se hacen el harakiri”, segunda de las trece historias del libro, cuenta cómo tres samuráis se aniquilan cuando uno de ellos es condenado a muerte por su shogun, a raíz del pago de una imposible deuda de amor, al no poder sobrevivir el uno sin los otros dos. Aquí el móvil se manifiesta mediante un sentido inquebrantable de fidelidad, hacia el compromiso que juntos habían sellado, tras la lectura cómplice de una carta bajo la sombra de un cerezo en flor. Entorno, secreto a fuerza de pertenecer a una geografía depurada en extremo, porque Japón no deja al azar ni siquiera un arbusto: la tierra se crece ordenadamente. La ceremonia del suicidio desarrolla con igual armonía el paisaje del cuerpo: “Clavó entonces el cuchillo en su vientre y Kajuyu de inmediato le cercenó la cabeza. En aquel momento Uneme corrió hacia la esterilla y exclamó: ‘Acaba también conmigo’ y se atravesó a sí mismo. Kajuyu cortó su cabeza. Ukyo tenía dieciséis años y Uneme dieciocho. Las tumbas de estos dos jóvenes permanecieron largo tiempo en el templo, y el poema de despedida de Ukyo fue inscrito sobre sus lápidas unidas. El decimoséptimo día después de su muerte, Samanosuke también se hizo el harakiri, dejando una carta en la que decía que no podía sobrevivir a sus amados”.

Otra vertiente del contacto se materializa en “Siguió a su amigo al otro mundo, después de haberlo torturado hasta la muerte”, donde se lee cómo un samurái mata por celos a otro, cuando solo intentaba castigarlo duramente, y al ver su acción se hace el harakiri, al darse cuenta de que al haber matado a su amor, se había matado a sí mismo. Aquí el cuarto ingrediente será el error: paso en falso, torpeza involuntaria pero irreparable, producto de un sentimiento inherente a la combinación entre la intimidad que proporciona lo secreto y el gusto por el derramamiento metódico de sangre, es decir, la llamada pasión contenida.

Pero decir que me abstengo a entregarme a ti no es el engaño; detrás está la dificultad de manifestarse, proveniente de su misma formación. He aquí el verdadero peligro del intercambio sensual. El culto a la fortaleza, que se agiganta cuando el guerrero está solo, provoca el malentendido: “Yo era uno de esos merodeadores salvajes que al no saber cómo expresar su amor, matan por error a las personas que aman”, confiesa Mishima. Y la masacre, ni deja de ser literal ni expía de culpas a unos cuantos, como occidentalmente Oscar Wilde ironiza en La balada de la cárcel de Reading. “Porque cada uno de nosotros mata lo que ama y, sin embargo, no todos han de morir por ello”, sostiene. Y es así, pues las relaciones en la cultura contemporánea están desprovistas del ritual salvaje. De ahí que la muerte afectiva sea solo figurada; perdona a la mayoría y solo destroza internamente al artista —el caso del mismo Wilde— o lo predispone a la obra: pasión contenida de Proust quien se queda y escribe su Recherche cuando ya está muerto.

Una tercera apreciación es la ausencia del elemento femenino. Existe aquí un rechazo absoluto hacia la mujer, aún como sirvienta, pues el criado del paje también es masculino. Desde su adolescencia, el aprendiz de samurái la abandona: “crece en la constante negación de toda entrega a las mujeres”. Por eso la madre no es la primera amada, ni se mantiene orbitando en torno a la vida del varón, ni participa del mito de la homosexualidad occidental, orientada por una madre posesiva, ni de la reacción que lleva al hombre a casarse con una mujer dominante buscando sustituir a una madre por otra. Muy al contrario; en la cultura samurái ella prepara a su hijo para el encuentro sexual y llega incluso a participar del rito de la muerte.

En “El amor trágico de dos enemigos”, se cuenta cómo dos amantes resuelven atravesarse con la misma espada, porque uno de ellos se había visto obligado a matar al padre del otro, y cómo la madre de uno decide seguirlos a ambos a la tumba. Y es que las relaciones son siempre independientes; cada quien vive su desarraigo particular que, unido al encantamiento, donde el señuelo es la belleza física, dispara el momento mágico prolongable en el tiempo, hasta que se produce la interferencia exterior y se desintegra el hechizo. Es entonces cuando emerge la parte vulgar del afecto: los reproches, el engaño, la sospecha… Pero los samuráis no la viven, pues para ellos lo prosaico del amor solo es propio de las mujeres.

En este punto, la forma occidental ha resultado ser más flexible; posiblemente porque, después de la Alta Edad Media, la homosexualidad dejó de ser secreta para convertirse en oculta solamente. Ello exige una dosis creciente de ambigüedad, donde el amante desdibuja los contornos del ser que ama, se centra en la impresión provocada sobre él por el objeto y no lo fijaba: “Podría amar en este mundo todo aquello que pareciese desearlo”, sostiene Lord Byron. De ahí que no se descarte al elemento femenino, pues se quiere más el sentimiento que al objeto que lo suscita. Esto, unido a la ausencia de la segunda pasión samurái por la autoaniquilación violenta, una vez superado el delirio, nos enfrenta a la parte incómoda del afecto, es decir, aquella donde el amor ya no es correspondido.

Me veo entonces obligado a renunciar a una parte de ti. No puedo decirte te amo, pero sí puedo decirlo porque me queda el símbolo al cual, mencionándote, yo transfiero mi afecto. Digo entonces tu nombre y desaparece el secreto.

En el samurái, el secreto no se esfuma sino que perdura como primera pasión y el objeto amado permanece intacto. Él no tiene necesidad de nombrarlo, pues al violentarse el vientre con la espada evita limpiamente soportar la parte vergonzosa del amor, que resulta ser siempre mucho más dolorosa.

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