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Guadalupe Loaeza

El amante polaco

Hacía mucho tiempo que no leía una novela que me atrapara tanto desde el principio hasta la última de sus 956 páginas. Me refiero a los dos volúmenes de El amante polaco (Editorial Seix Barral) la obra más reciente de Elena Poniatowska. Es tan portentosa la biografía del rey Stanislaw Poniatowski, que una vez que la terminé de leer, quería saber más y más acerca de este personaje, no nada más incomprendido por la realeza que lo rodeaba, sino por su pueblo que nunca entendió a este monarca tan ingenuo cuya única razón de vida era: hacer patria cuya máxima es de Rousseau: «Ubi bene, ibi patri».

Todo sucede desde que Poniatowski se convierte en Stanislaw August II, rey de Polonia. Al subir al trono en 1764 y hasta 1795, está consciente que tiene tres enemigos: Prusia, Austria y Rusia. Después de haber sido su amante y de haberla adorado durante años, Catalina la Grande le hace la vida imposible e insoportable al que fuera su amante ardiente, su amante polaco, a quien después de una intensa tarde de amor, le regala Polonia, y al mismo tiempo confiesa: «Creo que nunca volveré a ser tan dichosa». Para él, la gran duquesa Catalina es «tan inteligente que la siente capaz de cambiar no solo su destino, sino el de toda Europa». Catalina también es amiga de Voltaire, Rousseau, Diderot y Montesquieu. Desde que Stanislaw era muy joven, entendió que odiaba la guerra y amaba los libros, las antigüedades, los astros del cielo y la filosofía. Más que empuñar un fusil, el amante polaco prefiere empuñar una pluma. «Poniatowski es incapaz de mentir. Su honestidad me perturba, nadie es así y no tolero a los ingenuos», dice la reina Catalina. Para ella, «siempre será un niño desnudo».

Resulta sumamente conmovedor y eficaz para el lector o lectora, conocer a Stanislaw desde niño, cómo eran sus relaciones familiares, sus influencias y sus amores platónicos como por ejemplo hacia su bellísima «prima adorada», Konstancja Czartoryska, cuya familia es poseedora de una de las más grandes fortunas de Polonia. En realidad el rey era un romántico pero también «un manojo de nervios porque su madre le exigió demasiado». Gracias a su relación con el diplomático inglés sir Charles Hanbury Williams (amante asimismo de Catalina) lo introduce a gente invaluable, viaja a Francia y entiende mucho mejor el mundo, la corte, pero, sobre todo, la política.

Sé que no se hace, pero confieso que nunca antes había subrayado tanto un libro como lo hice con la novela El amante polaco. La narrativa, la estructura, la trama, la psicología de los personajes, el tono, la época, la exhaustiva investigación del siglo XVIII (Ucrania y Kiev están muy presentes); todo, todo me gustó, me interesó, me divirtió y aprendí muchísimo. He de decir que lo que más valoré de esta espléndida novela fueron los fragmentos autobiográficos de la autora, perfectamente bien intercalados a lo largo de la obra. Muchos de ellos me conmovieron hasta la médula por su honestidad y profundidad. Después de esta lectura tan enriquecedora en todos los aspectos, quiero más a Elena Poniatowska. Sin hipérbole, podría asegurar que, de todas sus obras, es su mejor libro. Si al decir de la autora que escribir esta obra la transformó, también a mí me transformó. Estoy segura de que si su antepasado Staniwlaw Poniatowski (familia que se remonta al año 843) leyera su biografía, nombraría a la princesa Elena Poniatowska, reina de Polonia. Algo me dice que hasta se parecen; como él, Elenita no sabe decir que no; como él, ella es sumamente ingenua; como para él, para ella «los árboles son de los pájaros y del viento»; como a él le impactaba la sabiduría de los campesinos, a Elena no nada más le impactan sino hasta les da voz; como al rey de Polonia, igualmente a Elena se le da fácilmente la culpabilidad; para Poniatowski y para Elena, su fe en los hombres es, así mismo, un inconveniente; el desprendimiento de ambos es igual; también Elena piensa como el rey: «Darle conciencia de sus derechos es la mejor manera de enseñarle al pueblo a pensar».

El 3 de mayo de 1791, día de la emisión de la nueva Constitución de Polonia, dice el rey: «Ese día creí que, a través de mí, la Providencia cumpliría los deseos de mis compatriotas… Gozaba yo de la confianza de mi nación y tenía la certeza de merecerla (…) ¿Por qué no morí después de esa fecha memorable? Habría visto a mi patria y a los polacos felices y concluido mi gestión con honor. He vivido demasiado».

El amante polaco murió triste, solo y muy incomprendido a pesar de haberle dado a Polonia tanto y tanto amor.

Gracias, queridísima Elena, por haberme presentado a este espléndido rey.

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