Una de las operaciones por las cuales definimos al hombre como protagonista emocional del discurso urbano, es por la creación de un sujeto universal y anónimo, que viene a ser la ciudad misma; y donde el grafiti se constituye en la piedra pivotar de ese discurso. Esto significa que las tensiones internas, de quienes transitan por calles y avenidas, tienen su basurero en el trazo rápido y casi siempre clandestino, que una mano armada con una brocha o espray apunta, precariamente, sobre la superficie de un muro.
El lenguaje urbano se articula entonces, no a la manera de un mecanismo de relojería, donde el engranaje se obtiene acoplando los bordes de todas las piezas entre sí, sino que se ensambla partiendo de la superposición o atropellamiento de grafitis, entendidos aquí como el compendio de todos los residuos del lenguaje.
Desperdicios entonces, que no son los que Michel de Cerlau, en sus Practiques d’espaces, consideraba como provenientes de una “administración funcionalista” —anormalidad, desviación, enfermedad, muerte—, si bien permanecen “tocados” por todas estas tensiones, enriquecidas a su vez con el corpus funcional de sensaciones más inmediatas.
Miedo, rabia, impotencia, deseo… son impresiones proyectadas desde el sujeto hacia el mensaje sobre la pared, en una operación de transitorio exorcismo. Como si traspasar su lenguaje de un soporte a otro, fuera suficiente para liberarlas y conservarlas lejos de sí para siempre. De hecho, al trasladar, por ejemplo, la intimidad del discurso amoroso a la superficie pública, uno se siente más ligero, más seguro también. Y es que, en un primer nivel, lo íntimo se asocia a lo quebradizo —la fragilidad del papel—, y lo público con lo resistente: la dureza del muro que sin embargo no lo es tanto, pues una capa de pintura o una rociada certera de spray rápidamente borra las palabras.
El amante de grafiti, como ente dable de colectivizar la intimidad del discurso amoroso, al transferir el sentido de su lenguaje de una superficie a otra, deja de ser el enamorado de sábana y cuartilla para convertirse en el voyeur quien, echando mano a lo panóptico, se estatiza en un punto —o pinta— desde donde otea todas las partes internas del sujeto y manipula el deseo del ciudadano que pasa. La relación amante-amado se establece entonces entre el grafiti y la trayectoria descrita por quien cruza frente a él, dentro de un contexto urbano en el cual la ciudad será marco y soporte de toda la relación, deslastrándola de su naturaleza misma.
Y es que “al quedar abandonada a los movimientos contradictorios que se compensan y se combinan más allá del poder panóptico”, es decir, poblada por grafitis solamente, se neutraliza su condición de urbe con todo lo que ella comprende —contaminación, estrés ruido— para convertirse en un gran vacío. La ciudad se vuelve aquí una gigantesca caja de resonancia nublada de sensaciones —deseos—, donde los lugares físicos serán únicamente ideas —mensajes en las paredes—, y donde el grafitero, como amante, se transforma en el caballero —Lancelot derribando los muros que mantienen prisionera a Ginebra— que transgrede la función propia de aquellas superficies y, espray en mano, escribía en los primeros años ochenta del pasado siglo: MUNA TE AMO (CROMA) (empalme de la Autopista de Prados del Este con el Centro Comercial Concresa).
El artífice llena ahí “con un hermoso nombre este gran espacio vacío” y se lo entrega a quien pasa y memoriza, convirtiéndolo en referente del lugar, puesto que “se desdobla un nombre propio exactamente como se hace con un recuerdo”, nos dice Roland Barthes. Ello, hasta que otra brocha —el terror del grafiti— cubra el muro y lo limpie, lo vuelva aséptico y a punto para una nueva dosis de mensajes.
Pero en ese intervalo, entre el muro vacío y nuevamente intervenido, el lector pierde el rumbo pues lo que le orientaba, por ejemplo, a derecha e izquierda en el cruce, era el grafiti que, al desaparecer, ha modificado completamente las coordenadas del lugar, además de poner en evidencia la apatía, la desidia y el desinterés colectivo del lenguaje como protector de la memoria. En tal sentido, el grafiti se borra de los blancos muros de las casas, no como solución a un problema estético, sino para arrasar con el pasado que no se quiere recordar. La presencia del grafiti en las paredes, frente a las que el viandante pasa día a día, no permite olvidar a quienes se ocultan detrás de ellas.
El grafiti condensa los dos niveles de la lengua hablada: el enunciativo —apropiación del sistema topográfico urbano por el transeúnte, tal cual el hablante se apodera del lenguaje— y el de realización espacial del lugar —concientización del entorno donde el transeúnte se ubica, como consecuencia de la interposición imprevista del mensaje, entre la visual de este y la del lenguaje. El primer nivel es de tanteos: uno se hace con la ciudad, detalla las superficies a su paso, describe las peculiaridades de los sitios que centrarán al viandante más adelante. Y en el segundo, será donde ocurra todo, porque intempestivamente el grafiti, en sus distintas acepciones, atraviesa al observador.
Como grafiti móvil: TÓMALO CON CALMA “MARVEL” SABE SABROSO (sobre la puerta trasera de un camión de refrescos), visto en la Autopista Francisco Fajardo rumbo al centro en aquellos años, conminando a la tranquilidad y el reposo, cuando el tráfico cotidiano, que se prolonga desde la casa hasta el trabajo, es la mejor analogía del amor no correspondido, dada la certeza de uno saberlo perenne e interminable.
Como grafiti mimético: CAMERO ES EL ROCK (Avenida Principal de Caurimare). Aquí un muchacho muy hermoso caminaba, una tarde de domingo, con sus discos bajo el brazo, en la época cuando uno iba a visitar a los amigos cargando sus longplays y, al pasar frente al mensaje, él y su cargamento se fundieron con el sentido de la leyenda.
Como grafiti alegórico: EL AMADO, que era el nombre de un edificio en ruinas, visto desde la Autopista Francisco Fajardo, a la altura del cartel de Chocolates Savoy, en vía hacia el centro; y de un electroauto por la urbanización Los Chaguaramos, donde un cartel de “no tocar” permanecía colgado justo debajo.
Como grafiti vibrante, es decir, el que contiene simultáneamente a la ciudad cual caja de resonancia y al lenguaje urbano en su significación sonora. Aquí el grafiti es el silbido que el conductor lanza desde su automóvil, para hacer correr hasta él al vendedor de limones instalado en la cuneta de cualquier congestionada autopista. Igualmente, es el rostro inmutable —la piel como grafiti— de una mujer en su camioneta de vidrios oscuros, cuando el muchacho le ofrece unas mandarinas. También el insulto adherido con la infracción de tránsito en el parabrisas, si es por culpa de haber uno aparcado mal; y la risa pegada contra el cristal trasero del vehículo, si resulta ser el grafiti asumido voluntariamente, por quien creerá a pies juntillas en la veracidad del mensaje —I LOVE BIO— “escuchado”, junto al martilleo continuo del tráfico a las horas punta, cuando el calor del cuerpo es un desecho de relaciones. Aquí el grafiti es la piel sonora que se ofrece abiertamente, como el capó de esos automóviles accidentados a un lado, señalizando la imperiosa urgencia de ser remolcados —junto con el muchacho de los longplays cual objeto de deseo.
Y es que esta variedad de grafiti, donde el ciudadano es simultáneamente autor, actor y hacedor, sintetiza al amante total quien siempre vive en el límite y las orillas, en el hombrillo de las cosas, por donde siempre se circula más rápido. Él prefiere las zonas de cruces y empalmes con el canal que le corresponde tomar, porque en esos instantes de vértigo urbano, se pierde la veracidad del artificio, y un mensaje en el parabrisas o martillando los oídos toma el lugar del texto o la llamada del otro para decir que la relación se ha terminado.
Al grafiti como interposición imprevista del mensaje, se contrapone el grafiti à propos; no en su sentido de intencionalidad —el que alguien muy cerca de uno le escribe para recordarle la indestructibilidad del sentimiento: VICTORIA TE AMO (muro frente a la casa de la escritora Victoria de Stefano en Sebucán, que sus hijos consignaron entonces)—, sino en su acepción de escogencia por parte de quien lo lee. Me refiero al grafiti de los nuevos lenguajes mcluhanianos, cuya característica primordial es la de ser el desencadenante del conocimiento del mensaje como objeto traficable y transformable: “un nudo que no puede desatarse, dándonos el largo y fino cordón de la linealidad”, sostiene Marshall McLuhan. Ello es así, pues su estado natural resulta ser la madeja donde se ovillan todos los residuos del lenguaje, pero revestidos por la seducción de la imagen y/o la voz.
Ahí el texto deja de tener sentido y el receptor, al encender el gadget, es voluntariamente manipulado por propagandas, películas, canciones, mensajes subliminales, programas maratónicos, hasta vencer todas sus resistencias y emplazarlo, el interior de “ese estado sonámbulo en el que la pasión despierta y ebria de sí misma se precipitará en la trampa del destino”, como apunta Jean Baudrillard.
Así, Rocío Dúrcal diciéndole “olvídalo” a Juan Gabriel, o Luis Miguel erotizando con sus labios el micrófono, intentan seducir a su público, con un mensaje tan abstracto e inasible como el SI NO ME ENCUENTRAS BÚSCAME EN LA SUELA DE TUS ZAPATOS, escrito por aquella época sobre un muro cerca de la Plaza Altamira, parafraseando a Walt Whitman. Y, lo mejor del caso, es que lo logran, pues su poder de atracción contiene todos los elementos que gustan a la audiencia.
Pero el amante por excelencia sigue siendo el del galán de telenovela. Ciertamente insuperable, pues al mostrar solamente la superficie del amor, es el que mejor reproduce el estereotipo de la vida cotidiana. Cristal, Topacio, Mansión de Luxe, Mi nombre es amor, por ejemplo, con esas toilettes de sus protagonistas, distintas en cada toma, e impecables como los rostros y las casas, que desafían así el desorden propio de los dramas vividos por los personajes durante la agotadora sesión televisiva.
El amante de grafiti resulta ser el más honesto porque es también el menos original, tal cual lo demuestran estos mensajes, escritos en distintas superficies durante la época cuando todavía se podía estacionar el auto en la ciudad y contemplarlos, sin el temor de ser inmediatamente asaltado o asesinado: ABRIR LOS OJOS Y PENSAR QUE ALGO DE TU TIBIEZA HA QUEDADO EN MI RECUERDO (Avenida Zuloaga), MOUNSTRA: LOS BUENOS MOMENTOS QUIEREN SER VIVIDOS DE NUEVO (Frente al Centro Comercial La Boyera), ANI SEREMOS INMORTALES (TRUCU) (en un kiosco de revistas de la Avenida Rómulo Gallegos, cruce con Avenida Montecristo), Y AHORA ME ARREPIENTO DE ABER SENTIDO ALGO ASIA TI (M.A.)(Avenida San Felipe, La Castellana), TÚ Y YO. LA LLUVIA Y LA CALLE (THE WAIF) (6ª. Transversal de Altamira), EVA TE QUEREMOS (siguen firmas) (5ª. Avenida de Los Palos Grandes, T. Q2 JODE (3ª. Transversal de La Castellana). Con su lectura el observador que no sabe de dónde vienen tales mensajes, agradece el gesto en una ciudad tan caótica como sigue siendo Caracas, pero con el agravante de no existir ahora mantenimiento alguno, con lo cual pronto se verá tan degradada como La Habana.
Y es que si las caídas siempre han existido, antiguamente parecían menos pues eran más privadas, se alimentaban del secreto. Cada quien las vivía en su soledad o la de los suyos. Ahora, en cambio, la revolución tecnológica —el lenguaje como “arquitectura cósmica”— ha popularizado las miserias ajenas, haciéndonos vivir en un continuo reality show a la par de incomunicarnos totalmente. De ahí que de la figura del amante de grafiti surja hoy, la posibilidad más íntima para manifestar públicamente la sexualidad y los excesos de los otros: ESTOY TIRANDO REGULAR. ROMPO EDIPOS PARA EL DÍA DE LA MADRE (Avenida Principal de San Marino, Chacao), TI MI NENÉ (se repetía a lo largo de la carretera vieja de Baruta, paralela a los campos de golf del club Valle Arriba y hasta Las Mercedes), LEONOR CONCHA CALIENTE (sobre la puerta azul de un garaje en la 3ª. Transversal de La Castellana, a propósito de las vaginas pinta-das el pasado siglo por la artista conceptual Leonor Arráiz, en diferentes muros de Caracas, como parte de la tendencia del grafiti artístico donde se inscribieron para la posteridad los “grillos” de Lobo y los “ojos” de Nansi Montilva).
Así pues, nos encontramos con el delirio del grafiti sostenido por los grafitis de deseo que conforman el grupo clave para exorcizar las tensiones internas. Ellos son el destino de todo ser urbano al poner, más en ascuas que en juego, el calendario de la memoria amorosa, tan exacto y tan ciego como cada una de las señales, grabadas por el preso en un muro de su celda a fin de contabilizar los años que no ha vivido. Destino que si no se logra mediante una obra, se busca en asociaciones exógenas o se rastrea en los grafitis de las paredes, con el gesto de buscarlos cual si fuera el último acto comunitario en una sociedad tan alienante y alienada como es la sociedad post-industrial. “Se trata solamente de actos interiores al discurso mismo (en consecuencia poéticos y no biográficos)”, nos dice Barthes.
El grafiti de doble sentido: EFRAÍN, FIELMENTE TUYA (TE AMO). En este caso, hablamos de sentido técnico y pasional, al estar escrito entonces justo sobre las columnas que sostienen el empalme de la Autopista de Prados del Este con la Autopista Francisco Fajardo, desafiando simultáneamente la resistencia del concreto y la fortaleza de la pertenencia.
El grafiti escéptico: ESA JEBA ES RARA (respaldo del penúltimo asiento de un por puesto Hatillo-Silencio). Es la duda en cuanto a la veracidad de la mujer, o de lo femenino en general, oculto en el lugar más apartado del colectivo.
El grafiti precavido: …. ES GAY (Avenida Principal de La Castellana). Siempre, en las pintas que proclaman el nombre de alguno, estos son discretamente borrados. Queda la palabra para sombrear los pasos de una mujer vestida de blancos y negros —remedo del mensaje— que sale de su automóvil y entra en su casa, resguardada por ese también discreto muro.
Como todo acto desesperado, el de buscar al otro en los grafitis de deseo es un acto inútil, ya que ellos constituyen la certeza del cuerpo que no se poseerá nunca. Aquí se inscriben los grafitis concernientes a los objetos amorosos inscritos en las publicidades de hoteles, restaurantes, cigarrillos, tiendas por departamentos y fiestas; donde al mimetizarse con la piscina, la barra, la arena, la ventana o la pared que los sostienen, se transforman en el mensaje mismo. Un mensaje dable de aniquilar al observador-amante, antes de que este tenga tiempo de volver sobre la piel ofrecida en dichas publicidades y borrarla, con un brochazo mental, de su imaginario.