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 El 11/9 y América Latina

CARACAS – Un antes y un después. El mundo no volvió a ser el mismo. El atentado a las Torres Gemelas, el primero de septiembre de 2001, marcó el fin de una era. Tuvo efectos comunicacionales, psicológicos y económicos. Nos cambió la vida. Desempolvó recuerdos que habíamos encerrado en los más hondo del subconsciente y despertado viejos demonios.

Indiscutible, manifiesto, innegable. Todos conocíamos el avance tecnológico de las comunicaciones. La magia de la televisión nos permitía ver, en el mismo instante en el cual acontecían, los premios Oscar o los “Awards”; admirar a las estrellas de cine y de televisión lucirse en la “red carpet”; o emocionarnos con las jugadas de los astros del basquet o del fútbol. Mas, no estábamos acostumbrados a ver la tragedia humana. A pocos metros o a miles de kilómetros de distancia del centro financiero de Nueva York, pudimos observar con impotencia como un avión se estrellaba contra una de las Torres Gemelas y, poco más tarde, como estas se desplomaban con niños, mujeres y hombres inocentes en su interior. Frente a nosotros pasaban imágenes de horror que reflejaban la crueldad humana. Parecían, sin serlo, una de las grandes producciones de terror de Hollywood. Era la realidad que nos golpeaba con toda su violencia; la locura humana y sus efectos aterradores. El milagro de la tecnología al servicio de la comunicación que nos presenta los hechos sin necesidad de las palabras. En fin, la inmediatez de la información que no necesita comentarios.

Inmediato e imborrable. El efecto psicológico fue devastador. Nos quedamos mudos. Incrédulos. Esas imágenes que pasaron frente a nuestros ojos una y otra vez no se borrarán jamás. Sabíamos que estábamos viendo en tiempo real la tragedia del World Trade Center. Y, sin embargo, nos negábamos a creerlo.  Fue así como de golpe revivimos los horrores del pasado: los atentados de la Olp, los secuestros de aviones, las bombas en estaciones de trenes o aeropuertos y el secuestros de los atletas de Israel en Munich. Fue como ver las viejas películas en blanco y negro que Hollywood ama reeditar con la magia del color. Volvió el miedo a subir a un avión o a un tren, a ir a una estación del subterráneo o a frecuentar plazas y centros comerciales concurridos. Temores y viejos fantasmas.

A todos esto hay que sumar el aspecto económico, cuyos efectos todavía están presentes en nuestros días y han caracterizado estos años de crisis. La caída de las Torres Gemelas fue también la destrucción de una ilusión; la ilusión de que las guerras nunca nos alcanzarían, con sus muertos y toda la pobreza humana; la ilusión de que nunca algo semejante pasaría en tierra americana. La misma ilusión de nosotros los latinoamericanos quienes creíamos que, luego de la experiencia de dictaduras crueles y sangrientas, habíamos dejado atrás las ambiciones autoritarias para dar lugar a democracias fuertes, modernas, maduras, estables. Tan sólo una ilusión.

El ataque a las Torres Gemelas, a pesar de las recomendaciones de políticos, de economistas y expertos en la materia, condujo a la invasión a Iraq; a la guerra que mentes lúcidas como los economistas Paul Krugman, Josepf Stiglitz o Jeffry Sach consideraban un error. Jeffry Sach, en su artículo “The economic consecuences of war with Irak” (30 septiembre de 2001, project-syndicate.com), escribía:

“Los costos de la guerra deben sopesarse frente a los costos de acciones alternativas. Sin duda, el hecho de que la guerra tenga un alto costo no constituye un caso para la inactividad, especialmente cuando se enfrenta un serio riesgo de que Iraq obtenga, y eventualmente use, armas de destrucción masiva. Pero entrar en guerra cuando los medios diplomáticos podrían ser suficientes (las inspecciones de armamento, las amenazas de represión si se diese una agresión iraquí, la disposición de la Onu a reaccionar si las amenazas de Iraq se volviesen inminentes), resultaría en costos económicos (y de otros tipos) inmensos que sería posible evitar”.

Las guerras, de acuerdo a los libros de textos tradicionales, representan un estímulo a las economías, cuando menos en el corto plazo. No obstante, en un mundo globalizado, en el cual los países dependen cada vez más de los flujos internacionales de bienes, servicios e inversiones, representa un riesgo. De hecho, el peligro es que se interrumpa el flujo internacional, y que se derrumbe la confianza de los consumidores. De ser así, los beneficios macroeconómicos serían superados en crecer por la incertidumbre, como ha pasado con la guerra a Iraq.

De la política fiscal austera de Clinton a la política monetaria laxa de Bush. Débil y frágil. La economía norteamericana, en los albores del siglo XXI, todavía no se recuperaba de la “burbuja financiera” asociada a las empresas que operaban en Internet. La estrategia económica de Bush, la cual se caracterizaba por un déficit presupuestario creciente, llevó a no pocos economistas a predecir la intoxicación de la política interna norteamericana y, ‘dulcis in fundo’, el estancamiento presupuestal.  La guerra a Iraq, en respuesta al ataque perpetrado al corazón financiero de Estados Unidos,  y la decisión de la Fed de reducir sus tipos de interés (pasaron del 3,5 por ciento en 2001 a 1 por ciento en 2003) sembraron la semilla de la “burbuja inmobiliaria”. Y esta condujo a la crisis económica de la que Estados unidos y Europa aún no se recuperan.

La política relajada de la Fed, temerosa de que el pánico de los consumidores pudiese desembocar en un proceso severo de deflación,  y la desregulación promovida por el Estado – léase abandono del Acta de la Glass-Steagall y Acta de Modernización de los Servicios Financieros – la cual provocó la multiplicación y fragmentación de instrumentos financieros novedosos y de sus derivados, alimentaron la ‘burbuja inmobiliaria’.

Lo que sigue es historia harto conocida. Las tasas de interés bajas estimulan la solicitud de préstamos. Los consumidores se endeudan. Y la adquisición de viviendas luce una inversión segura. Los bancos, a través de instrumentos novedosos y complejos, otorgan préstamos a un numero de clientes cada vez más numeroso. Poco importa si son de solvencia dudosa. El incremento sostenido de la demanda de viviendas dispara los precios. Y los bancos, al momento de entregar préstamos, confían en que, en caso de insolvencia, las casas revalorizadas  pasarían a ser de su propiedad. El círculo vicioso se retroalimenta hasta que se rompe. La espiral de crecimiento se detiene cuando los precios de las viviendas llega a su tope.  Y comienzan a caer. Los bancos, de repente, se encuentran con deudores insolventes y propiedades que no cubren el valor de los préstamos otorgados. La “burbuja”, que pone en entredicho la seriedad de instituciones financieras importantes y derriba otras otrora poderosas, llega a su ápice entre los años 2006-2007. El resto es historia reciente.

Crisis y crecimiento. La contradicción es sólo aparente. De hecho, mientras Estados Unidos y Europa luchan para salir de la recesión, hija de la “burbuja inmobiliaria”, América Latina crece a ritmos elevados. Decimos, rompe con la tendencia tradicional. Las economías de la región, a fines del siglo pasado, tuvieron que sortear un sinfín de obstáculos. La crisis de la deuda, en la década perdida, y las dificultades, en los años ’90, por comenzar el camino de las reformas, cuyos resultados nunca fueron los esperados, son sólo  botones de muestra.

A raíz del atentado a las Torres Gemelas, la economía mundial, como era de esperarse, sufre una desaceleración. Y nuestro hemisferio no escapa de sus consecuencias. Desconfianza, reducción de las inversiones directas, freno a las importaciones y a las exportaciones, devaluación de las monedas e incrementos en las tasas de inflación fueron algunos de los elementos que caracterizaron el año 2002.  Sin embargo, el aumento de la demanda de los productos básicos (en particular el petróleo) permite la expansión de las economías del hemisferio cuyo producto pasa de poco más del 2 por ciento, en el 2002, a casi el 6 por ciento, en el 2007. Y, a pesar de la recesión que golpea a Estados Unidos y a Europa, América Latina sigue creciendo hasta 2013, año en el cual  el ritmo disminuye.

Como escribe Andrés Velazco, docente de la ‘Columbia University’s School of International and Public Affairs’, “es cada día más evidente que el rápido crecimiento en América Latina desde la crisis económica mundial de 2008-2009 no fue el resultado de un cambio revolucionario de políticas, sino de circunstancias internacionales extraordinariamente ventajosas.  Mientras los precios de la soya, el trigo, el cobre, el petróleo y otras materias primas estuvieron por los cielos, países como Brasil, Chile y Perú recibieron un gran estímulo externo; incluso Argentina, con su deplorable manejo de la economía, logró crecer”. (21 de enero de 2014, project-syndicate.com)

Sin embargo, los precios de los recursos naturales han comenzado a bajar y las tasas de interés en Estados Unidos, por efecto de la decisión de la Fed de abandonar su política laxa, a aumentar. Ahora, las economías latinoamericanas enfrentan un nuevo desafío: crecer en un entorno ya no tan favorable.  Para hacerlo, deberán invertir. En vista de la debilidad de Europa y Estados Unidos todo indica que será China el motor económico de la región. El desafío será diversificar las exportaciones y ahondar en el proceso de industrialización, para no seguir dependiendo de un puñado de productos básicos.

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