Académicos especializados en el estudio del continente americano, desde disciplinas tan diversas como la antropología, sociología, psicología, educación, comunicación y economía, se reunieron en la edición 55 del Congreso Internacional de Americanistas (ICA) para discutir temas tan complejos como “Conflicto, paz y construcción de identidades en las Américas”. Y sin duda, una de las discusiones más enriquecedoras fue la que surgió en relación con el tema de la educación en los países latinoamericanos. Tuve la oportunidad de participar en varias de estas conversaciones y simposios gracias al apoyo que Ashoka y LEGO Foundation dieron a la Fundación TAAP, para permitirnos presentar nuestra experiencia educando para la paz a través del arte y el juego.
Durante el congreso recordaba una de las frases más conocidas de Nelson Mandela, el reconocido y respetado activista en Derechos Humanos por su lucha contra el apartheid en Sudáfrica, creía que “la educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo”. Para el político y filántropo sudafricano la educación debe ser una herramienta para disminuir la pobreza, luchar contra la desigualdad social y promover la reconciliación social. Sin embargo, a la luz de los diálogos, las investigaciones, y los simposios que se llevaron a cabo en ICA 2015, pareciera que hablamos de otra educación muy diferente a la que hoy en día tenemos en América Latina.
Representantes de Brasil, Colombia, El Salvador, Guatemala, República Dominicana y Venezuela presentaron resultados de las investigaciones que durante los últimos años han analizado la situación de la educación en la región. Y en muchos casos las coincidencias entre los difíciles escenarios que se presentan nos hacen pensar en una educación que difiere mucho de la que aspiraba Mandela.
Retos como la poca preparación que tienen los profesores en temas relacionados con mediación, resolución de conflicto, análisis y manejo de los detonantes de violencia, fueron parte de algunas de las discusiones. Y aquellos provenientes de otros continentes que no entendían porqué un educador necesita ese tipo de formación, terminaron entendiendo que son habilidades fundamentales cuando se trata de educar en contextos violentos como los que vivimos en Latinoamérica.
En nuestros países se le pide a los profesores que solucionen los problemas entre los estudiantes, que dialoguen con los padres para motivar su integración a la vida escolar de sus hijos, e incluso se espera que la escuela sea centro de diálogo, articulación y promoción de paz; sin que sus rectores, coordinadores, o los propios maestros tengan la formación y las herramientas para trabajar adecuadamente estos temas. Lo que ocasiona que en muchos casos el remedio sea peor que la enfermedad, encontrando países donde los niños que no encajan en la tipología del niño tranquilo y estudioso son enviados a terapia aún cuando no lo necesiten, países donde los “comités de paz” se convierten en grupos de control que discriminan a los niños “problema”, escuelas donde los manuales de convivencia terminan convirtiéndose en insostenibles reglamentos que, incluso, violan los derechos de los niños y se convierten en detonantes de violencia.
En muchos casos estas consecuencias negativas que incrementan la violencia, las desigualdades y la exclusión en las escuelas no están relacionadas con mala intención, son producto del desconocimiento porque tendemos a pensar que en temas de educación o pacificación todo se puede lograr empíricamente, solo utilizando el sentido común y la buena voluntad. Sin entender que se requieren formación y recursos humanos capacitados para poder lograr una verdadera educación para la paz y el desarrollo infantil.
Además de la formación de los maestros, otro de los retos que los especialistas identificaron en sus países de origen tiene que ver con la valoración de la profesión docente. En Brasil, así como en Venezuela y, algunas regiones de Colombia y Centroamérica, los maestros deben tener dos y hasta tres trabajos para poder obtener suficientes ingresos económicos.
Los sueldos de los profesores en la región se encuentran por debajo del de la mayoría de los profesionales y no hablemos de compararlos con los ingresos que reciben militares o políticos. De esta forma es imposible pedirle al educador que se concentre en mejorar su formación, en participar en investigaciones o en hacer actualización profesional si el tiempo escasamente les alcanza para correr de una escuela a la otra, o peor aún, de la escuela a la bodega que atienden o al puesto de teléfonos que alquilan para completar sus ingresos.
Pero la profesión docente no solo es poco valorada en lo que se refiere a la remuneración que reciben los docentes, también es poco valorada en el propio ámbito académico. Cada año son mayores los recortes presupuestarios que reciben las escuelas de educación en diversas universidades del continente. Esto se debe principalmente a que son cada vez menos los estudiantes interesados en entrar a la carrera de educación o pedagogía. Lo que ha ocasionado que también bajen los índices para permitir el ingreso a la carrera, dejando a la educación con los estudiantes con más bajos promedios y rendimientos del sistema universitario.
Estas dificultades generan un escenario donde ser educador no es rentable, por lo que educar educadores, no es rentable y; por ende tenemos maestros con escasa preparación para enfrentar los retos que el ejercicio docente tiene en el continente. Y aunque parece un problema aislado que solo afecta a quienes están vinculados al sistema educativo es hora de que las autoridades y todos los que formamos parte de las sociedades latinoamericanas comencemos a pensar que esos maestros con escasa preparación y recursos, producto de un sistema con escasa valoración hacia la pedagogía son los que forman a todos los que en algún momento deben incorporarse al sistema productivo de un país. Y más allá de eso esos maestros y ese sistema son los que hoy en día generan que miles de jóvenes en el continente abandonen año tras año la educación formal para unirse a bandas delictivas, a la economía informal o a los sistemas de protección social de los estados.
Estas son razones suficientes para que comencemos a pensar en la educación que necesita nuestra región y para que formemos el capital humano que se requiere para alcanzarla. Tenemos que evaluar la formación de nuestras autoridades educativas para evitar que por falta de formación se tomen decisiones que pueden aumentar las dificultades de convivencia que ya existen en nuestras escuelas. No podemos continuar repitiendo que aspiramos a modelos educativos como el finlandés si seguimos aislando las escuelas, aumentando el número de horas y días de clases, si continuamos separando la educación de la productividad de las familias y continuamos sin comprender el valor que tienen para la educación las habilidades emprendedoras, las artes, el juego y las habilidades de comunicación humana en la formación de niños y jóvenes.
Tenemos que preguntarnos cuál es la educación que estamos construyendo y que tanto se menciona en los planes de gobierno por toda la región, porque a las luces de las investigaciones y discusiones sostenidas por destacados académicos provenientes de todas partes del mundo, la educación que tenemos hoy en día dista mucho de la educación que mencionaba Mandela. Esta educación que tenemos en nuestros países hoy, no está preparada para disminuir la exclusión, no está lista para promover la paz y no tiene las herramientas para impulsar el desarrollo.
Estamos frente a muchos retos, no hay duda de eso, pero estamos también frente a una gran oportunidad, la de pensar y construir una educación diferente para América Latina, que realmente apoye la resolución de conflictos, la pacificación y la construcción de identidades más positivas y orientadas al desarrollo en la región.