Decía Fukuyama en su ensayo «El fin de la historia y del último hombre», que al observar el flujo de acontecimientos de la última década (hablamos de los ’90 del siglo pasado), difícilmente podíamos evitar la sensación de que algo fundamental había sucedido en la historia del mundo. Occidente lucía triunfante y, citando de nuevo al autor, terminaba la guerra fría y la paz parecía brotar en muchas regiones del planeta. Sin embargo, aseguraba este reconocido pensador estadounidense que la mayoría de aquellos análisis carecían de un marco conceptual más amplio que les permitiera distinguir entre lo esencial y lo contingente o accidental, y que eran predeciblemente superficiales. Si hubiesen derrocado a Gorbachov, como en efecto ocurrió años después, o algún ayatola hubiese proclamado el milenio desde una desolada capital del Medio Oriente, muchos comentaristas habrían cambiado de parecer y anunciado el inicio de una nueva era de conflictos. Hoy por hoy, Putin amenaza la paz planetaria.
A pesar de estas acotaciones, el propio Fukuyama advierte sobre lo que podríamos estar presenciando: el fin de la historia como tal, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como forma única de gobierno humano. Todo parece indicar que, en efecto, así es. Sin embargo, no supone esto que no existan oposiciones y que el triunfo occidental nos resguarde de conflictos posteriores. No lo hizo, como lo hemos atestiguado. Que Fukuyama tenga razón sobre esa victoria de Occidente no desmiente el enfrentamiento entre culturas al que hizo mención Samuel Huntington en su trabajo «El choque de civilizaciones».
Occidente triunfó, y, a la luz del pensamiento racional dominante cuando menos desde hace tres siglos, no existe otro modelo ético que realmente tenga al ser humano como el centro del universo sociopolítico. Bien nos sugiere Alain Touraine, estamos ante nuevas circunstancias y por ello requerimos de nuevos paradigmas («El nuevo paradigma». Paidós. 2005).
La idea del fin de la historia no es nueva. Marx la defendía. Según el máximo teólogo de ese credo que es el socialismo, la dirección del desarrollo histórico contenía una intencionalidad determinada por la interacción de fuerzas materiales, y llegaría a término solo cuando se alcanzase la utopía comunista que finalmente resolvería todas las contradicciones (cosa que no ha ocurrido y, por lo contrario, ha creado en los países en los que se ha ensayado, y que en algunos casos aún persiste, miseria y frustraciones). Sin embargo, no era suyo ese proceso dialéctico, ese que nos muestra un comienzo, una etapa intermedia y un final. Marx lo tomó prestado de su gran predecesor: George Wilhelm Friedrich Hegel.
El concepto historicista de Hegel nos ha influenciado grandemente. Entendemos la evolución humana como una sucesión de etapas de conciencia desde unos inicios primitivos hasta hoy, y que corresponden aquellas a formas concretas de organización social. Al principio tribales, luego esclavistas, teocráticas y, por último, las sociedades democráticas. Esta forma de ver y entender el desarrollo humano está consustanciada con la mentalidad moderna. Creemos pues, que el hombre es producto de su entorno histórico y social concreto, distinto de los «naturalistas», que lo entendían como un conjunto de atributos naturales más o menos fijos.
La tesis hegeliana del «fin de la historia», cuando triunfaba una forma definitiva y racional de la sociedad y del Estado, podría ser, de hecho, una utopía (como lo fue el marxismo). Pero puede que ese final absoluto no deje de ser siempre un espejismo, una ilusión. Hegel creyó vivirlo tras la batalla de Jena el 14 de octubre de 1806, cuando, pese a las numerosas reformas sociales posteriores, como la consolidación de los derechos humanos, de los derechos de las mujeres y la integración de razas, en esencia, los principios básicos del Estado liberal democrático ya no podrían mejorarse.
Si bien comparto el criterio hegeliano, y, como lo apunta Fukuyama en su ensayo, no solo triunfó Occidente, sino que, con esto, la ética derrotó al oscurantismo; no puedo negar las resistencias a lo que parece inevitable: la supremacía del pensamiento occidental, aunque no implique tal cosa la hegemonía política de las naciones occidentales, y, principalmente, de Estados Unidos y sus aliados europeos. Huntington ya lo avizoraba hace treinta años. Al menos seis o siete culturas se rebelarán contra lo que luce irreversible: la globalización y el predominio de las ideas occidentales.
Sabemos, no porque prevalezcan las ideas ilustradas, va a hegemonizar el poder Occidente, entendido este como el bloque conformado por Estados Unidos y sus aliados en Europa y Asia. Se trata entonces de la supremacía del Estado liberal y democrático, en tanto que reconoce y protege las libertades a través de un sistema de leyes positivas, y que existe solo con el consentimiento de los gobernados. Sabemos igualmente que ese Estado homogéneo universal que proponía el filósofo de origen ruso Alexander Kojève (1902-1968) es utópico. Hoy por hoy, como podemos entenderlo del libro «The end of the Twentieth Century and the End of the Modern Age», del historiador John Lukacs (Ticknor & Fields. 1993), un creciente nacionalismo, o como lo refiere el autor, el verdadero sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial, se enfrenta a la inevitable globalización. Defienden los no-occidentales sus culturas y sus formas de gobierno, lo cual es comprensible desde un punto de vista cultural, como lo es también el hecho de que ciertos elementos culturales trasciendan al ordenamiento jurídico positivo, pero, sin dudas, esencialmente, no hay muchas mejoras que hacerle a un orden sociopolítico que se sustenta justamente en la libertad del hombre, y en la ética que ello conlleva.
Dudo que un Estado homogéneo universal resuelva todas las contradicciones que desde hace miles de años han definido las relaciones humanas. Es, al parecer, ilusorio. Sin embargo, el modelo occidental se acerca al sueño de Kojève. El desarrollo logrado por Occidente supera con creces al de otras naciones no-occidentales. Podrá verse un descollante progreso técnico en algunas naciones árabes, comprado con petrodólares, pero sus sociedades aún se gobiernan por cánones medievales. Aún más, sociedades en principio garantes de las libertades individuales no han prosperado en otras culturas, aun en tierras herederas del linaje judeo-cristiano, como lo es América Latina. No debemos confundir Occidente con el ideario occidental. No hablamos de naciones en particular, sino de un concepto.
Alrededor del siglo XV, se inició en Europa un movimiento modernizador que pudo tener su punto de inflexión en 1776, cuando las ideas ilustradas cobraron forma en un proyecto de país: Estados Unidos de América. Thomas Jefferson resumió el ideario liberal democrático en la Declaración de Independencia estadounidense y los otros padres fundadores de la Unión Americana. Años después, se ratificarían esos principios en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, proclamada por los franceses en 1789. Y ya antes hubo ensayos, como la revolución de Cromwell en 1648. Tal vez sí se orientan las acciones humanas en una dirección y es nuestro tiempo el resultado de esas interacciones pasadas.
Si bien hubo importantes aportes al conocimiento del funcionamiento del universo por parte de eruditos árabes, chinos y japoneses, y también de otras culturas; fue el pensamiento occidental el que definitivamente trascendió el campo de los hechos, de las explicaciones científicas, y se adentró en los derechos del hombre y su natural disposición a ser libre. No fueron vanos los aportes de los árabes a las matemáticas, a la astronomía e incluso, a la medicina. Pero no hubo en sus dominios pensadores como Jean Jacob Rousseau o René Descartes, como Thomas Jefferson y John Adams; que, en su momento, revolucionaron al mundo con sus ideas de libertad y democracia. Y los que pudo haber, no trascendieron como sí los que nacieron en el crisol de ideas que fue Europa.
No podemos negar la europeización del mundo a partir del siglo XV. A fines de este los conquistadores europeos se aventuraron en la búsqueda de nuevas rutas al oriente y diseminaron sus ideas, entonces influenciadas por el pensamiento judeo-cristiano dominante en Europa desde la antigüedad tardía y consolidado durante ese experimento milenario que fue la Edad Media. Hoy por hoy, esa influencia es innegable, y su más claro elemento es, justamente, el modelo liberal democrático, que nacido en Francia durante la primera mitad del siglo XVIII y que floreció y cobró forma en una naciente república en las colonias británicas del Nuevo Continente: Estados Unidos.
El cambio de paradigmas no ocurrió rápidamente. Por lo contrario, no solo sucedió lentamente, sino que fue cruento. Giordano Bruno, para citar uno, fue, si se quiere, mártir de las ciencias, condenado a morir en la hoguera el 17 de febrero de 1600, en el campo de Fiori en la ciudad de Roma. Sin embargo, como un río que lenta pero indefectiblemente se abre paso, el pensamiento filosófico clásico, rígido e inmutable, recogido por la Iglesia Católica durante el medioevo, evolucionó, aun con la ayuda de clérigos católicos y protestantes. Hubo científicos, e incluso pensadores, de otras tierras más allá de los confines europeos que hicieron gigantescos aportes a las ciencias, y que de algún modo ayudaron a expandir las mentes dogmáticas, aferradas a los cánones clásicos; pero fue el Viejo Continente el que la larga impuso sus ideas, y, ante la brecha sociopolítica que hoy separa a Occidente de las naciones no-occidentales, resulta obvio que triunfó, aunque esta victoria la nieguen infinidad de analistas, más como defensa de otras ideas que como respuesta sesuda a este asunto.
No hablamos pues, de cartas anatómicas o de mapas estelares, sino de un acervo de rasgos comunes fundamentales que dan a un conjunto una fisonomía fácil de reconocer. No se trata de hallazgos científicos, sino de elecciones libres, de competencia y de posibilidades de hablar y ser escuchado, de ser respetado moral y físicamente, y protegido no solo de otras personas, sino del propio Estado, y de quienes en su nombre obran. Hablamos del imperio de una ley sancionada por un cuerpo colegiado de ciudadanos, que reúne a los distintos intereses y puntos de vista de una misma nación. Decía pues, el profesor Maurice Duveger, y he aquí el meollo del modelo imperante en Occidente, que todas sus instituciones reposaban sobre un sistema de valores subyacentes que las justificaban y las sostenían: el liberalismo. Bien podría decirse entonces, que más allá de las diferencias entre luteranos, calvinistas y católicos, el presidencialismo americano y el parlamentarismo europeo, Occidente reposa sobre la fórmula del artículo 1° de la Declaración de los derechos de hombre y del ciudadano, proclamada por los franceses en 1789: «Todos los hombres nacen libres e iguales en derechos».
Occidente, nos dice Duverger, posee estructuras políticas y económicas análogas, niveles de desarrollo parecidos, semejantes opiniones morales y religiosas, tradiciones culturales más o menos similares («Las dos caras de Occidente». Ariel. 1975). Es pues, este entramado de instituciones y estructuras, fundadas sobre un ideario, el que parece haber triunfado, aunque en efecto no lo acepten – ni lo entiendan – las neo-dictaduras electorales, que de un tiempo acá han ido ganando espacios, no dudo yo, por la pusilanimidad creciente de un liderazgo apoltronado en los sacrificios de sus antecesores.
Las autocracias iliberales, como las califica el escritor venezolano Moisés Naïm, han ido creciendo en el mundo, y si bien en la década de los ’90, el 54 % de los habitantes vivían bajo normas democráticas, hoy solo lo hace el 29 %. Hombres como Putin y, por qué no, Donald Trump, parecen ajenos a un mundo regido por otros paradigmas, forjados en los últimos años por un descollante desarrollo tecnológico, y justamente por esa incomprensión de la realidad muestran un autoritarismo impropio que, según su criterio, justifica su exagerado y peligroso nacionalismo.
Si estamos en un proceso de eventos históricos, como lo proponía Hegel, y que estamos ante el fin de la historia en sus propios términos, cabría entonces decir que estamos frente a una ruptura con el pasado, tan profunda como la que siguió al advenimiento de la civilización hace diez o doce mil años, si nos atenemos a las comparaciones de Alvin Toffler («El shock del futuro». Plaza & Janés. 1970), o incluso mayor, con la mismísima revolución cognitiva hace setenta mil años, si nos seguimos por Yuval Harari («Homo deus». 2015).
Más allá del fin de la historia que proponía Fukuyama hace treinta años, experimentamos cambios que, si bien habrán de consolidar la supremacía del modelo occidental globalmente, nos exigen una concepción más acorde con la compleja contemporaneidad. El mundo ya no es aquel vasto lugar, habitado por varias culturas, si se quiere, distantes; sino una «aldea global» en la que se está gestando una cultura planetaria. Y, pese al miedo de muchos a perder su identidad cultural (cosa que parece en cierto grado, inevitable), esa nueva «civilización ecuménica» se forjará de lo mejor que cada una puede aportar… la civilidad británica y el calor latino, la paciencia asiática y el pragmatismo estadounidense… No lo digo yo, lo dijo, hace años, el premio Nobel Mario Vargas Llosa en una conferencia sobre la globalización.
Habrá resistencias. Las hay, de hecho. MAGA en Estados Unidos y el neofascismo de Putin son prueba de ello. En algunos lugares, triunfa lo que aún llaman izquierda y en otros, lo que igualmente califican como derecha (y, en ambos casos, meros anacronismos), en una suerte de movimiento pendular, aunque insuficiente para responder las grandes inquietudes de hoy, y que, por ello, seguramente, tenga lugar ese vaivén de un extremo al otro, sin tomar en cuenta otras opciones. Muchos ciudadanos, en Río de Janeiro, New York o Tokio, se resisten a un nuevo mundo, uno extraño y ciertamente confuso, sin lugar a dudas, inhóspito, como lo pudo ser América para los colonizadores europeos del siglo XVI.
No obstante, si refinamos las diferencias culturales, sin duda menores y, en todo caso, intrascendentes, emerge una pugna entre el autoritarismo, llámese nacionalista ruso, teocrático iraní o comunista chino, y el liberalismo occidental. Destacan pues, una idea de libertad y otra de despotismo, de control y de autoritarismo, incompatibles con los valores que impuso Europa a través de sus «conquistadores», y que, en gran medida, inspiran la Carta de San Francisco, suerte de Carta Magna ecuménica.
La literatura universal nos muestra sociedades distópicas, sea la imbécil de «La máquina del tiempo», de H. G. Wells, o la infeliz y apática de «1984», del genial George Orwell. Podríamos estar en los albores de una realidad superficial y supremamente desdichada como la de «Un mundo feliz», de Aldous Huxley. Ojalá y tales despropósitos no sean más que el dramatismo necesario en la literatura y no un sino ineludible.
En los siglos posteriores a la caída de Roma en occidente (476 d.C.), la humanidad intentó recobrar el orden ecuménico ejercido durante casi mil años por los romanos (siglo VII a.C. hasta el siglo V d.C.). Si bien la Santa Iglesia Católica recogió el testigo como autoridad ecuménica en los diez siglos que demoró ese experimento llamado Edad Media (alrededor del siglo V d.C. hasta el siglo XV), como lo apunta el historiador estadounidense Charles Van Doren («A history of knowledge». Ballantine Books. 1991), hoy por hoy, la humanidad encara la necesidad de una autoridad ecuménica que rija sobre lo que Ulrich Schipke llamó «Ecumenópolis» («Futuro. Una mirada al mundo del mañana». Círculo de Lectores. 1975).
Semejante empresa no luce agradable a millones de personas, que, dolientes de esa enfermedad que Toffler llamó «el shock del futuro», rechazan el advenimiento de nuevos paradigmas, y con ellos, la necesidad de adaptarse a una realidad que no comprenden y que cambia constantemente.
Si miramos atrás, a la Roma imperial de los primeros siglos de la Era Cristiana, reunía el imperio al linaje más civilizado del mundo conocido entonces en las tierras más hermosas y floridas, como lo refiere, con otras palabras, el historiador británico del siglo XVIII Edward Gibbon («Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano»). En esos años, los dos primeros siglos, el control que ejercía Roma sobre sus provincias toleraba las expresiones culturales propias de los pueblos conquistados, aun las prácticas religiosas y la existencia de reyes vasallos, como lo fue el mismísimo Herodes. No digo que la hegemonía romana sea un modelo a seguir, sobre todo porque eran ellos paganos, y la recia raigambre judeo-cristiana que hoy impera en buena parte del mundo no existía entonces, con lo que tal cosa supone. Los valores morales eran otros, y también los pecados y vicios. Sin embargo, cabe recalcar que no negaban los romanos las diferencias culturales, siempre que se acatara el orden romano.
Hoy por hoy, no luce viable una autoridad planetaria con los mismos rasgos del poderoso Imperio Romano. Sin embargo, sí podemos concebir un modelo ecuménico más parecido al de la Unión Europea, que no desconozca ni las naciones ni las culturas de los Estados que se rigen por unas leyes comunitarias. Todo parece indicar que el mundo se orienta hacia bloques, que, según lo refiere Huntington en su ensayo, podrían ser unos seis o siete. Cada uno definido por sus rasgos culturales propios, pero unidos por rasgos y valores universales, reconocidos por todas las naciones, y que, les guste o no a muchos, nacen del ideario que Occidente no solo desarrolló a lo largo de dos mil años, sino que reconoce al hombre, indistintamente de sus diferencias religiosas, étnicas, culturales y cualquiera otras que deseen plantear, como el centro de todas las consideraciones políticas.