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Dos soles: La invención de Morel de Bioy Casares

Cuando el narrador anónimo de La invención de Morel (Bioy Casares) ve en el cielo dos soles, recuerda que aquel fenómeno ya lo había registrado Cicerón. Pero este segundo astro no es producto de la naturaleza ni la superstición ni los dioses, es el signo de que los artificios tecnológicos están conquistando todo.

En la novela, un prófugo llega a una isla en apariencia desierta. Sin embargo, la descubre habitada por un grupo de personas que no lo ven y, además, están atrapados haciendo lo mismo cada ocho días.

Son imágenes, simulacros igual que si fueran una pieza cinematográfica. Pero una película es una operación ajena, donde no se participa más que como aquel sujeto catártico de Aristóteles. En la novela el protagonista rompe el límite: se enamora, quijotescamente, de un simulacro que replica a una mujer que vivió años atrás un verano en la isla.

Cuando el protagonista siente amor, no está simulando una turbación interior, la vive. La máquina gana porque se vuelve parte de él. Para amarla, debe olvidar que es solo una ilusión o su actuación se volvería ilógica, así que se rompe la barrera hasta ahora infranqueable entre lo real y lo virtual.

Faustine, de la que está enamorada, no es Faustine sino un signo de lo que fue esta mujer, ni siquiera entera, sino por ocho días. Como una sombra en el palacio de la Memoria de San Agustín. Sí, alguna vez vivió, sin embargo, deja de existir y solo queda la proyección artificial que seduce al protagonista. Es la máquina reemplazando al humano.

Va más allá que esto. El conflicto se vuelve metafísico porque el protagonista medita la inmortalidad de las proyecciones: empieza a cuestionar su condición humana. Al encontrarse inferior a la imagen, es como Adán sintiéndose avergonzado de su desnudez al probar el árbol del conocimiento. Se avergüenza de su mortalidad en contraste a la máquina. El hombre es desterrado del paraíso al mundo y, en esta isla, es desterrado del mundo a lo virtual, un conocimiento nuevo y prohibido.

Esto recuerda a Marinetti, que en el octavo punto de su manifiesto apunta: “El tiempo y el espacio morirán mañana. Vivamos ya en lo absoluto…”. La imagen virtual es imperecedera, está por encima de la realidad, forjando su existencia superior sobra la otra.

Huyó a la isla como prófugo y ahora huye a lo virtual. Es un peregrino que busca la fuga siempre, escapar del mundo hacia la idealización de uno repetido, seguro: todo lo que ofrece la tecnología. Pensemos que su relación con Faustine nunca podrá llegar a la carnalidad, es como el amor cortés de los medievales, es decir, una aspiración cervantina, una ficción.

El narrador niega su condición humana, está haciendo un sacrificio al que llegó por medios humanos –el amor, el miedo a la mortalidad-. Esta ambigüedad queda clara en el penúltimo párrafo, “mi alma no ha pasado, aún, a la imagen; si no, yo habría muerto, habría dejado de ver (tal vez) a Faustine, para estar con ella en una visión que nadie recogerá”.

Su deseo de ser parte de Faustine –o del mundo virtual- no se puede concretar, pero tampoco puede seguir siendo parte de su realidad cotidiana. Se encuentra escindido y empieza a consumirlo la enfermedad que se supone es la razón por que la isla esté desierta. Lo va destruyendo “de afuera para adentro”, es una muerte alegórica donde se va despojando de uñas, pelo y piel; de lo que lo hace humano.

Es, por supuesto, la imagen que se percibe desde el exterior cuyo efecto va deshumanizándolo, es un sujeto que desea dejar de ser para convertirse en una imagen que depende enteramente de una máquina. Al menos desea existir a medias. Dice que nadie recogerá la imagen si llegara a estar con Faustine, lo que demuestra su confusión: ¿la imagen es algo sin un espectador?

La novela publicada en 1940 está próxima a cumplir ochenta años. La inquietud ante la máquina (en años más recientes, la automatización industrial y la inteligencia artificial) como remplazo del humano es una fobia antigua que se puede registrar desde Pigmalión, aquel esclavo del Satiricón o la autómata de Hoffman. Mas el temor a la realidad-virtual conquistando la realidad-real es una pesadilla que parece originarse en el siglo XX y, conforme avanzan las luces del nuestro, se va acuerpando como un arsenal durmiente a través de los continentes, contenido en los espejos oscuros de bolsillo que cargamos por los días de nuestra vida.

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