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Dos mil esfinges: Solenoide de Mircea Cartarescu

La meditación sobre la condición humana ha tendido hacia dos vertientes, la psicológica (incluso antes de que existiera el término) y la metafísica. Lo primero lo encontramos en toda arte realista y la segunda en los místicos. Lo primero son los deseos reprimidos, la ascensión social de Balzac, la sexualidad de Freud, las sátiras cortesanas, los avaros y los hipocondríacos, la educación sentimental; lo segundo los gnósticos, el infinito, el huevo cósmico, la física cuántica, el microscopio, los ángeles y ascetas, el daimón platónico, los encuentros del alma y Dios en jardines, los sueños eternos de Borges.

Solenoide (Editorial Impedimenta, 2015) del escritor rumano Cărtărescu opta por lo segundo. Me atrevería a decir que el narrador incluso quiere definirse a través de lo que no es, buscando las claves en el inframundo de los ácaros, en los misterios del manuscrito Voynich, el enigma del bergantín Mary Celeste, en la levitación artificial de un solenoide.

Es un profesor de escuela que vive hundido en la soledad y la nostalgia de la Europa comunista, de aquí parte hacia tratados, a momentos en que la realidad se suspende, como un Walter Mitty o la esfinge sin secreto de Wilde, o en la alucinación de un cerebro de espejismos.

Su vida parece un canto a Bucarest, uno melancólico, gris y ruinoso, asegura que la ciudad la planeó un hombre cuya “idea genial fue construir una ciudad ya en ruinas”; pero su mente es un espacio de trascendencia. Enumerar la cantidad de tratados, de símbolos recurrentes, de imágenes de pesadilla a través de las casi ochocientas páginas sería excesivo. Pero puedo destacar el gemelo perdido con órganos a la inversa, la idea del escritor con éxito que le es imposible a un autor que como Virgilio y Kafka escribe para la hoguera, la cuarta dimensión y el teseracto, la obsesión biológica donde nos muestran órganos y parásitos gigantes, la locura, las multitudes que protestan contra la muerte, palíndromos que representan lo infinito como el espejo y, por supuesto, la escritura tan presente que en cierto momento afirma “mi mundo se acabará enseguida, junto a mi manuscrito” (esto también parece un guiño a Cien años de soledad, novela que el narrador determina como la mejor jamás escrita).

Su hija acaba siendo la boya del eterno femenino, lo único que lo hace tomar la decisión de colocarse “la niña sobre los hombros y, junto a mi esposa, caminaremos, en un ocaso cada vez más sangriento, hacia donde nos guíen los ojos, fuera del libro y el relato”. Por supuesto se acerca el final pero no es un abandono del espacio iluminado de su mente, sino un ascenso comparado a la isla Laputa de Swift, al final del camino de Dante.

La experiencia lectora de Solenoide es múltiple, es el diario, la novela, los tratados, los números, retrospectivas biográficas, el lenguaje y una caída a las preguntas de dos mil esfinges.

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