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Dos geckos momificados

Afuera, entre las piedras, vive la lagartija que tiene una cola azulada y, a veces, encima de las ramas secas donde se paran los zopilotes a buscar carroña en el río, aparece un garrobo. Así, en ese orden, en una estricta jerarquía de reptiles cuadrúpedos, el más grande en su trono arbóreo, el mediano en sus piedras y el más insignificante, repetido, intercambiable, aparece en la casa como cualquier desperfecto doméstico: el gecko.

Aparecieron en el país en la década de los noventas. Su capacidad de reproducirse es la clave de su éxito biológico. La hembra puede almacenar dentro de su cuerpo el esperma por ocho meses y manejarlo como se haría con un buen fondo de inversión, de a poco y a largo plazo, tomando cuando se necesita para anidar los huevos fertilizados en alguna gaveta que nunca abrimos o en los escondrijos del techo.

Hace poco el interruptor de luz de mi baño se aflojó. Cuando destornillé la tapa y se descubrió el nicho diminuto donde está el cableado, encontré dos gekos momificados. Nadie puede saber en qué momento entraron, si lo hicieron en pareja o uno después del otro, ni por cuánto tiempo estuvieron retorciéndose como un corazón delator escamoso en los estragos de la inanición.

Esos cuerpos delicados, apenas centímetros, estuvieron expuestos por años al cambio de flujo eléctrico, al salitre del aire que los fue resecando hasta parecer que se conservaron en láminas de plástico, al paso espantoso de ese tiempo inmóvil. Su único reloj pudo ser el clic del interruptor. Una campana nocturna anunciando el tedio de la higiene diaria, el hilo dental recomendado por el dentista, la última mirada en el espejo antes de una fiesta, el vómito en las desvelada de un virus.

Los gekos tiene un apetito prensil igual que los camaleones que les permiten engullir insectos de tamaño pequeño. Comparten con los humanos la fascinación por la luz eléctrica porque es la mejor trampa para atraer a sus presas. Este acto tan simple no es del todo benigno: los geckos son una especie alóctona, extranjera de nuestro ecosistema y lo ponen en peligro con sus estrategias de supervivencia.

Originalmente se movía entre el sudeste asiático y los archipiélagos del Pacífico, pero su expansión ya tiene sucursales en toda la biosfera tropical y subtropical, viviendo en los muros y atraídos por esos abrevaderos que son los bombillos eléctricos. Peregrinaron como carga involuntaria en los buques de carga.

Parecen casi un objeto inerte, sus ojos no expresan la gnosis de los mamíferos. A diferencia de otros reptiles van caminando en blanco. No tienen esa mala reputación de la serpiente desde que le robó a Gilgamesh, ni lo de saurio de las iguanas. No podríamos nombrar las veces que se ha mencionado a la víbora en textos. Tenemos La noche de la iguana de Tennessee Williams, o el relato en que Yolanda Oreamuno nos da el origen de la lagartija de panza blanca.

El gecko ha sido un rezagado de los reptiles, un compañero silencioso de nuestro reino casero. Una víctima de los portazos descuidados, los pies que entran a un zapato sin inspeccionar, escobazos cansados, insecticida que se expande como gas mostaza. Las criaturas que lentas, sin aire faraónica, se momifican detrás de un interruptor de luz per saecula saeculorum.

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