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Dos caras de la misma moneda

 

Castigo a Dragon Ball Z

La Comunidad Valenciana prohibió la emisión del anime Dragon Ball Z, no a través de un capricho sino un artículo de ley dictado por el Servicio Público de Radiofusión y Televisión de Ámbito Autonómico. El impedimento se basa en la autorregulación de un código de conducta que no permite contenido misógino.

Es indudable que el anime muestra conductas inapropiadas. El maestro Roshi (en la tradición del espía de los onsen, habitual en las mangas) es un pervertido que en varias ocasiones toca mujeres sin su consentimiento. También, y este es el argumento que utilizaron en Valencia, las mujeres se ven como adictas a las compras o serviciales amas de casa.

Sin embargo, muchos fanáticos salieron a la defensa con argumentos también válidos. Por ejemplo que Bulma, una de las protagonistas, es una científica cuyos descubrimientos hicieron posible la serie: inventó el radar para encontrar las esferas del dragón, naves espaciales e inclusive hizo posible el viaje en el tiempo.

Es innegable que el machismo permea Dragon Ball como innumerables medios audiovisuales, libros o costumbres a las que le tenemos aprecio. Y, justamente esto, tenerles aprecio no debe cegarnos de cuestionar sus defectos. Ni siquiera funciona la excusa del contexto: los niños que crecimos en los noventas sabíamos, por ejemplo, que el maestro Roshi estaba mal y muchos adultos consideraban el programa demasiado violento para sus hijos.

Por otro lado, considero que la censura (para no usar un término tan difuso como cancelar) de cualquier tipo es reprochable y, asimismo, que exista una ley que fundamente esto es comprometedor. Un comité de ética que puede decidir qué es inapropiado me recuerda al sacerdote de Cinema Paradiso que recortaba las escenas de besos para no ofender la moral pública, que hoy en día nos parece una anécdota enternecedora solamente porque sabemos que ya no va ocurrir.

El puritanismo ético es un retorno a tiempos desagradables y plantea muchas incógnitas. ¿Debemos de protegernos (o a los jóvenes) de ver cualquier historia que se salga de un proyecto predicador? ¿Si un personaje es un pervertido o muestra cualquier cualidad negativa, tenemos que eliminarlo? ¿Los personajes en su totalidad deben ser ejemplificantes, planos y aburridamente correctos? ¿La ficción solo puede responder a los códigos de conductas que se consideren inofensivos? ¿Una generación escudada de historias que los incomoden va a ser mejor que las previas?

 

La tenis del diablo

El cantante Lil Nas X, poco después de lanzar un álbum, promocionó unas tenis de temática satánica que incluían, dentro de su suela translúcida, un poco de sangre humana y, como epígrafe, la afirmación de que San Lucas (10:18) vio a Satanás caer del cielo como un relámpago. Además, ya casi como chiste teológico, se produjeron solamente seiscientos sesenta y seis pares.

Las reacciones no se detuvieron, incluso Nike (el producto es una modificación de sus Air Max 97) no solo se desvinculó sino que presentó una demanda por infracción de marca registrada. En realidad, el diseño es de MSCHF (ellos serán los demandados, no el cantante), empresa de actividades peculiares: venden productos virales, casi un happening, que sólo existen por un tiempo. Detrás de esto, hay nada más que un mercadeo cuidadosamente planeado: las tenis se agotaron en menos de sesenta segundos y Lil Nas X debutó un video donde baila con el diablo.

Las personas horrorizadas con el producto son las mismas que lo estuvieron por las bandas de rock de los setentas, Marylin Manson, Harry Potter, las excomulgaciones papales de Madonna, los Pitufos, el auge de la yoga y la idea que escuchar canciones al revés develaba mensajes diabólicos. Le hubieran temido a Galileo Galilei y a los versos de Milton, ni hablar de Catulo.

El fanatismo religioso causó que Lil Nas X tuviera que pedir disculpas, a pesar de que, viéndolo en un sentido pragmático, estaba vendiendo un producto bíblico y cien por ciento basado en la doctrina cristiana.

 

Dos caras de la misma moneda

La censura, entendida como la prohibición de plataformas para contenido que se considere ofensivo, o la eliminación de partes aduciendo la misma razón, es siempre un peligro, provenga de cualquier ideología. Ni los elementos de ficción ni productos modificados de cierta forma deben ser vistos como amenazas por su contenido semántico y mucho menos ocultados al público, el cuál debe tener la libertad de decidir si quiere consumir, cuestionar o ignorar. Los asuntos son dos caras de la misma moneda, y sería tan sencillo entender la problemática para los fanáticos poniéndoles al revés: un defensor de lo políticamente correcto sería acérrimo opositor a que un programa de televisión deje de transmitirse porque ofende a religiosos, tal como un religioso se opondría a que un producto se deje de vender por ofender a las nuevas generaciones.

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