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Don Juvenal

Un día apareció en la esquina de la bodega de don José. Descansaba sus 80 años sobre un báculo hecho a mano. Y en medio de su rostro cansado, apuntaba con insistencia dos ojos azules hacia la vida. Su acento era claramente portugués. No era el tradicional pordiosero. Había en él algo que, al verlo, nos hacía imaginarlo en la sala de estar de nuestras casas, en su mecedora de abuelo. Pero su historia carece de estos ribetes idílicos. Él duerme bajo las escaleras de una cauchera, a la intemperie, en estas montañas cuyas temperaturas bajan con el conticinio a los 10° centígrados.

Don Juvenal se llama. Siempre está sentado allí, en su esquina, sin largar la mano para que le den alguna limosna. Solo habla si uno se acerca. Entonces se muestra afable y cálido. Y cuenta su historia, como el anciano marinero de Coleridge. Habla de soledad. Nadie se quedó para acompañarlo en este tramo final, a excepción de los perros callejeros del lugar. Habla de la embajada de Portugal, de unos exámenes médicos que debía hacerse, de gente que hace mucho ya no ve. Habla de esperas rotas. Y cuando calla, su silencio mira a un tiempo también roto.

Cuando entro con el auto al garaje de la panadería, noto cómo atisba mi rastro. Entonces comprendo que los momentos de conversación se han transformado en amistad. Es extraño ser amigo de un anciano indigente. Uno no suele ser amigo de los mendigos, aunque, en mi caso, soy una excepción. Todavía, cuando paro de pasada en la panadería Più Dolce de Vista Alegre, en Caracas, Rolando, el indigente que deambula por la zona, me grita al verme bajar del auto ¡profesor! Diez años de charlas no se borran tan fácilmente.

Otro tanto me sucede cuando voy al basurero de la localidad a dejar los desperdicios. Ya sé que suena extraño, pero hace mucho que el Estado se desentendió de la recolección de basura. Hace mucho que dejamos de ser ciudadanos. Allí, en ese desafortunado centro de acopio, hacen vida dos o tres familias, con sus niños. Siempre que voy me quedo a conversar unos minutos. Ciertamente no son charlas académicas. No hablamos de filosofía. Tampoco de teología o de literatura. Ellos no saben de Sartre, Camus, Heidegger, Kierkegaard, Nietzsche o Maritain, pero son existencialistas. «La cosa es muy difícil, maestro –me decía un día uno de los recolectores de basura–, porque cada vez que uno sube un poco, todo se viene abajo y hay que empezar desde cero». No sé su nombre aún, pero podría llamarlo Sísifo.

Como escritor me resulta interesante conversar con personas en situación de riesgo. Desde esa cornisa la vida se ve de un modo casi inimaginable para quienes no vivimos tal condición. A veces uno les escucha una perspectiva de esperanza que tildaríamos de psicótica. Pero no. Bien visto, solo les queda una riqueza: precisamente la esperanza. Quien nada tiene, espera, siquiera poco. Son extraños, ciertamente, porque no tienen nuestros apremios. La vida de un mendigo es simple: se reduce a vivir un día a la vez. Sin agendas. Sin planes. Sin futuro estructurado.

Es curioso. Ninguno de ellos se duele por el tiempo. No hablan del tiempo. No llevan contabilidad de los días pasados o por venir. Ellos salieron de nuestra escala temporal. Si entendemos que somos necesariamente en un espacio y en un lapso de tiempo, el indigente ya ha exiliado mitad de su existencia porque ya no tiene conciencia del tiempo. Su existencialismo es una angustia individual por un reducido espacio, no por una proyección existencial de sí en el tiempo. Nosotros nos preocupamos por lo que seremos. Ellos no. Ellos solo se preocupan por dónde estarán al terminar el día. Saber si dormirán en el mismo cubil, si este no habrá sido ocupado por otro ser de las calles. Y al paso de los años, seguirán, casi invariablemente, siendo lo mismo que conocimos de ellos el primer día.

Mis alumnos de la universidad serían lo opuesto, exactamente. Su preocupación estriba en vislumbrar qué serán. Quieren ser profesionales, sí, ¿pero cómo lo serán y cómo serán cuando lo alcancen? Pasados unos pocos años, uno se percata del cambio. A veces son otros al final del tiempo preestablecido para recibirse de ingenieros. A ellos poco les importa el estar. Incluso no se complican mucho con la posibilidad de irse a otro país para concluir sus estudios, para ser lo que quieren ser… en otro espacio.

Mañana cuando regrese a casa don Juvenal estará allí. O quizá no. La diferencia entre su estar o no será trascendente para unos pocos que lo acogemos con cariño. ¿Pero… estamos seguros de que en algún sentido no somos un poco don Juvenal? ¿Cuántos pueden asegurar, sin temor a equivocarse, que no viven la soledad interior de don Juvenal? ¿Alguno de quienes me leen puede afirmar taxativamente que no teme perder esa minúscula parcela de mundo que ocupa? ¿Cuántos pueden afirmar vertical y milimétricamente lo que esperan ser a la vuelta de unos años? Lo cierto es que todos somos un poco don Juvenal. Y a veces solo basta un revés de la vida para que estemos en esa misma esquina, atisbando, sopesando los gramos de cariño.

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