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Domingo de clase media, edad media, en Caracas

Llegamos a casa de los amigos de hace tanto cariño…

– Coño, ¿y ahora esto como que es flecha?… cuidado… ¿Le escribiste que estábamos saliendo?

– Sí, pero no lee.

– ¡No saques el teléfono aquí!

– ¿Y cómo quieres que le diga que abra el garaje?

– Le hubieras escrito en la casa antes de salir.

– Quedamos en que le avisaba cuando estábamos llegando.

¿Y ahora cómo vamos a hacer para parar el carro? ¡Esto es zona roja!

– Toda Caracas es zona roja.

¡Mosca, que viene una moto!

– Tranquila… Ya la vi por el retrovisor…

La moto siguió derecho, calle arriba en este domingo vacío, en la ciudad que se ha convertido en lugar de castigo, campamento de recluidos en la inseguridad del hogar de cada uno, reducto de recuerdos felices de un antes que cede ante la apariencia de desolación que se impone, campo de batalla donde todo el que circula es sospechoso…

– Ahí está Gabriel, ¡mete el carro chola!

Besos, abrazos, la alegría del encuentro, que rico verlos, ¿estás más flaca? … ¿Cómo no querer a Gabriel?

– ¿Y ese muro?

– Esa es la parte que le tocó a mi hermana.

– Ah, ¿y ella vive ahí?

– Vive una hija de ella con un tipo alquilado, que yo no sé si paga renta o duerme con ella…

– Ah, ¿se separó del marido?

– Ese está enchufado, en Miami haciendo negocios…

– ¿Y tu hermana?

– No nos hablamos.

– ¿Y sigue trabajando en la alcaldía?

-No, peor, ahora trabaja en un ministerio.

La casa con los mismos muebles de cuando íbamos juntos al colegio, algunos nuevos que no combinan y no importa, recuerdo las mismas cortinas, los portarretratos, los cuadros, los mismos; veinte años después, la casa no es la misma, la tapicería turbia de uso y polvo, los lienzos desconchados, la vajilla incompleta, las paredes truncas, la huella del cemento sin pintar, la división de la casa materna heredada no alcanzó para detalles. Busco el baño, después de un pasillo angosto que no recuerdo, abro la puerta, es un cuarto donde no se puede entrar, lleno de maletas y muebles y cajas y más maletas…

– Esa parte le tocó a mi hermano que tiene eso lleno de peroles, pero más adelante ahí va una pared… el baño es más allá…

Todo lo demás sigue igual, el afecto intacto, las risas, hablar mal del gobierno, breves de los hijos y sus logros en el extranjero, estaba rica la comida…

– Tómate otro, no se vayan todavía…

– Es que vamos para el cine, ya compramos las entradas.

Es el fin de la tarde, el último rato de la luz que resiste, no hay un alma en las calles pero el estacionamiento del centro comercial está repleto de carros.

– Menos mal que me alcanzó el Internet para comprar los tickets ayer, porque si no, no entramos.

The End. Se encienden las luces, se acabó la película.

– ¿Te gustó?

– No mucho… casi me duermo.

– Ay, a mí me encantó.  Pero vamos saliendo que ya todo el mundo se fue.

– Déjame ver los títulos…

– ¿Estás loco? Además, ni que tú conocieras a nadie de esa gente que hizo la película allá en Hollywood… ¡Vamonós!

– ¿Dónde es que se paga el estacionamiento?

– Hay que subir. Sigue a la gente. Todo el mundo va para allá.

– ¿Tienes real?

– No me digas que no tienes para pagar el estacionamiento.

– Si con trescientos lleno el tanque de gasolina, ¿cómo me iba a imaginar que dos horas de estacionamiento eran quinientos?

– ¿Quinientos? Pero yo pagué diez el día que fui al dentista.

– Aquí son quinientos, tarifa fija.

– Pero eso es ilegal.

– Tú sabes que aquí la ley cada quien la entiende como puede.

– Coño ¿y ahora qué vamos a hacer? Ya esto se está vaciando. La gente salió corriendo.

– Vamos a buscar un tele-cajero.

– No hay ni un alma en este centro comercial. Aquí nos matan y nadie se entera.

– Deja la vaina, estás paranoica.

– O sea que los muertos semanales son invento mío.

– Es la última vez que venimos para el cine.

Pero siempre amanece al día siguiente y es fácil olvidar los amargos, cuando está tan bella la mañana, un azul Caracas que solo en Caracas, es rebuscado no sentir que la vida es bella. Frente al supermercado que da a la avenida Rómulo Gallegos, hay más de una decena de mujeres que dan de mamar a sus bebés en la larga cola bajo el sol que comienza el día. Mujeres jóvenes sin sonrisas. Seguramente el rumor de leche que llega hoy para los que llegaron pronto, las hizo madrugar más temprano… tal vez todo es por un paquete de pañales que no alcanza, partida de nacimiento mediante… La fachada de la estación del metro de Los Dos Caminos está flanqueada por durmientes envueltos en alfombras, bolsas negras de basura, cajas de cartón, que como cualquier durmiente lucen tan inocentes, expuestos en su inconsciencia… otros ya despiertos y aun con la resaca del último golpe de droga en el cuerpo, se acumulan en un resquicio, para reír sus dentaduras maltrechas, la mueca les retuerce sus rostros marchitos, cuando se burlan de los que pasan camino al parque para trotar y ejercitar lo que el esqueleto aguante. Todo el que entra en la estación va con paso alerta, como si le robaran la vida al peligro, especialmente vestidos para la ocasión, un estilo que se ha impuesto en la ciudad y que sirve para mostrar claramente que no llevan nada encima que se les pueda robar. Un poco mas allá, tres jóvenes registran las bolsas de basura con gesto amargo, sin ver a los lados.

– Mejor te quitas el anillo de casada…

– Y los lentes… guárdatelos en el bolsillo.

Hacer deporte después de esta ingesta de tristeza, es de una frivolidad difícil de sostener. También esa fue la última vez que fui al parque.

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