Mensaje a García, oído al tambor: la canción que se regó como una epidemia que puso a bailar al mundo entero este verano, asciende a ser la más escuchada de todos los tiempos, con un record histórico de 3.5 billones de vistas en youtube. Algo nos dice esa canción que, sin importar culturas ni lenguas, nos juntó en una simpatía tan generalizada. Algo que definitivamente queremos oír y decir. Dicho de otra forma, es fácil concluir que cuando el emisor dice lo que el receptor quiere oír, se convierte en tendencia masiva. En este caso, el éxito y la fama, el reconocimiento y el dinero, son para Luis Fonci, por su Despacito. Que no solo puso al planeta a menearse con su sensual cadencia, superando cualquier aprehensión de los detractores del reguetón, sino que su Despacito ha servido de base para todo tipo de memes incluso el del meme ilegal incontinente que gobierna a Venezuela que no respeta los derechos de nadie, mucho menos le paga derechos a nadie, ni que el mismo autor se pronuncie en reclamo.
El éxito de Despacito hizo que, entre otras muchas entrevistas y afines, Ellen DeGeneres tuviera a Fonsi de invitado especial en su programa. Cuando Ellen le preguntó a Fonsi de qué se trataba su canción, él respondió simplemente que se llamaba Slowly, en inglés. Ellen insistió diciendo que ella sabía que despacito means slowly, very slowly, eso ya lo sabe el planeta, le dijo. Lo que quería saber Ellen era de qué se trataba ese despacito, slowly de Fonsi.
– “Es una canción sexy”, respondió Fonsi. No puedo traducirla toda.
Ellen, con la picardía que la caracteriza por siempre querer ir más allá de las preconcepciones de género y otras especies, precisó entonces con una sonrisa:
– “Lo que quieres decir es que se trata de “doing it slowly”, entonces…
– “Sí. Doing it slowly”. Contestó cómplice Fonsi.
Ellen dio en el clavo. Porque es eso, justamente eso, lo que explica un éxito de prontitud, globalidad y magnitud semejantes. Un éxito que, dicho sea de paso, se debe sobre todo a las mujeres. Las mujeres que encontraron una manera de gritar a voces: queremos amar despacio, nos gusta despacito, desde la primera mirada, el encantada de conocerte, hasta el orgasmo, o el te quieres casar conmigo, despacito. Nos gusta despacito, con caricias y cortejo.
Ellen, una vez más, hizo una declaración feminista de la manera más desprevenida: las mujeres queremos eso. Queremos que nos amen despacito. Y nos vale, aunque lo cante un hombre.
Sin embargo, a pesar de que Despacito llegó a niveles de himno universal, el mensaje no ha llegado a García. Por el contrario, pareciera que es tan evidente que nadie se puso a pensar ni entiende. Tal vez porque vivimos demasiado separados del presente, de la realidad que nos rodea, de la misteriosa sensualidad del contacto con el otro, depositando todo nuestro universo afectivo en los teléfonos inteligentes, por decir lo menos, como para que la canción que nos gusta, que cantamos y bailamos junto al mundo entero, nos cambie la visión que tenemos de las cosas.
Lo que tiene que ver con la realidad física, presente y real, pareciera que tiene cada vez menos tiempo y espacio en nuestras vidas colmadas de virtualidad y futuro planificado. Tal vez por eso la parafernalia amorosa, se vuelve cada vez más desprovista, el glosario, cada vez más directo al punto, menos romántico, y así, más violento, más descarnado, mas desprovisto de cualquier edulcoración que signifique tomarse su tiempo.
Y para cerrar con broche de oro, vengo por Delancey, caminando desprevenida, secuestrada por mi teléfono, completamente alejada del entorno físico por el que transitaban mis pasos, cuando de pronto levanto la mirada y descubro una pareja, a escasos diez metros, haciendo el amor ferozmente, en plena calle. El sentado en el murito que sirve de base a la malla ciclón que separa el patio de recreo de la escuela, de la calle; ella, de espaldas y encima de él, se dejaba conducir por él que la sostenía por la cintura, y la oscilaba en un arriba y abajo, adentro y afuera que me detuvo la respiración. La noche nacía y se regaba su penumbra en los recodos, pero pude distinguir que se trataba de dos jóvenes insistiendo en el ir y venir del sexo, como dos alimañas desesperadas. Apenas si me dio tiempo de cruzar a la otra acera. Ellos no alteraron en lo más mínimo su faena animal, rasa, básica como el hambre o la rabia.
Por si cualquier duda, cualquier espacio me parece bueno para el amor. Tampoco se trata aquí de un asunto moral ni tiene que ver con las buenas costumbres. Lo que me perturbó de la escena es que lejos de excitarme me produjo una infinita tristeza. Aquel desaforo era más parecido al desamor que al amor, a la rabia que a la satisfacción, al desgarre, al arrase erosivo, que al apetito amoroso. Y me hizo pensar que de tanto elaborar las maneras en que nos encontramos con el otro en estos días tan virtuales, hemos llegado a anular nuestra animalidad. Si la poética de la cultura galante se proponía domesticar de alguna manera el deseo, para civilizar su ejercicio, ahora en manos de Tinder, o Bubble, lo contenemos, manipulado hasta el punto de suprimirlo. Y eso nos deja con una animalidad sin posibilidades ni coto. Una animalidad de la que no nos podemos deshacer, somos animales, ante todo, aunque se vista de seda. De suerte que cuando nos sale el animal reprimido, nos sale de la manera más feroz e hiriente, mas egoísta e inclemente. Sin pensar en daños ni colaterales, como los huracanes, los terremotos o la policía en Barcelona o el ejército en Venezuela… esa pareja sexando como perros en mitad de la acera, me hizo pensar en el fin del mundo.