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Divagación (Parte II)

Besos de Lesbia del genial Catulo dice que para que los besos de la amante sean suficientes tendrían que ser tan gran número como las arenas de Libia se extienden por Cirene, rica en laserpicio (trad. de Ramón Irigoyen). El laserpicio es una planta que los antiguos conocieron y nosotros, tristes hijos del mundo agónico, no pudimos probar, como si los suelos hubieran perdido tan minerales con el hambre de las generaciones que ya no puede ofrecer la variedad que le dio al hombre de Cromañón en los primeros valles.

De hojas parecidas al perejil, sudorosa, invertebrada y a veces cubierta de pétalos dorados según la posición de ciertas estrellas, la usaban como condimento y remedio abortivo. Solo ha estado, triturada, esquilada o fresca, en paladares fantasmas.

Aparece en un recetario del primer siglo romano, de Marco Gavio Apicio.

Es curioso como un ingrediente silvestre, como cualquier fruto del lodo (decir cebolla, chile, fresa, romero), puede convertirse en un enigma. Si alguien intenta cocinar alguna receta de Apicio, se va a tropezar con una instrucción imposible: media cucharada de laserpicio, y es lo mismo que si dijera pluma de la serpiente de los aztecas o escama de leviatán.

Aunque, existen por supuesto plantas gemelas a esta, así como la posibilidad de que nombraran una por la otra. Los nombres botánicos propios, científicos, regulados, son asunto de pocos. Los franceses tiene una forma particular para denominar la papa (este nombre viene del quechua), pomme de terre, es decir, manzana de tierra. La piel rugosa nada tiene que ver con ese rojo lustrado y elástico, pero la pulpa amarillenta y pálida es familiar. Esas equivocaciones son las que vamos a seguir repitiendo hasta que todos aprendamos esperanto.

Lucrecio escribe, décadas antes de la aparición de Cristo, en su Rerum Natura, que la tierra se encuentra arrugada de vejez y es incapaz de dar las mismas especies que antes. Lucrecio fue contemporáneo de Catulo y el laserpicio no desaparecería hasta el reinado de Nerón, casi un siglo después y se le entregó en su regazo augusto para que no se perdiera lo exótico de algo a punto de desaparecer.

Lo común, lo silvestre, al escasear, se vuelve un lujo, un regalo para emperadores.

Pero no costaría imaginar una cabra descarriada, suelta por las planicies de Cirene, cerca del templo de Hécate, degustando el último ejemplar del laserpicio. La remueve en su hocico y se le hace muy amarga. Escupe la última planta y sigue su camino, buscando un pastor.

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