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Francisco Martínez Pocaterra

Dios nos agarre confesados

Sé bien que a la dictadura venezolana le incordia este remoquete. Claro, como el zángano que se ofende cuando le tildan de holgazán o la mujer ligera de cascos cuando le llaman zorra, a la élite le molesta que le recuerden lo que son. Sin embargo, todas las características de una se cumplen con este régimen. No obstante, para muchos, que le hacen la corte a la élite, bien por tontos, bien por sinvergüenzas, no lo es, y, acaso, se trata de un mal gobierno, y, acaso, de la imposibilidad de dos facciones para ponerse de acuerdo.

En Venezuela jamás ha existido un verdadero partido fuerte de derecha y hoy, cuando erróneamente lo dicen de la organización que lidera María Corina Machado, esa división es anacrónica. Si leen con cuidado a Gloria Álvarez, verán que la joven guatemalteca se muestra defensora de las libertades civiles (en un nivel que actualmente resulta impensable) y, por lo tanto, defensora del capitalismo, pero del mismo modo, defiende acérrimamente el aborto, lo cual se aleja de las corrientes conservadoras (propis de la derecha). Por esta filiación anacrónica – que pervive en los discursos de líderes tanto de la dictadura como opositores – subyace la idea de que la revolución de Chávez es mejorable, cuando sabemos que las causas de su fracaso están consustanciadas con su credo político.

Sin embargo, si dejamos de lado las consideraciones filosóficas, la revolución no ha sido distinta de las que en el siglo XIX lideraran jefes de montoneras y caudillos regionales, carentes de una visión de Estado que, acaso, si la vio el cuarto rey de la baraja en los naipes venezolanos: Rómulo Betancourt. Y conste, jamás he sido adeco (Dios me libre). Chávez idolatraba a los hombres a caballo, que por esa desvergüenza nuestra fueron endiosados. Zamora era un incendiario y Falcón, buche y pluma. Las pugnas entre godos y liberales carecían de sustrato ideológico real y respondían solo a rencillas entre jefes y caudillos por lo que en estas tierras llamamos el coroto. Para Chávez, y en buena medida toda la ralea que hoy rige, no es distinto. Se trata de aferrarse al poder tanto como sea posible.

Resentidos, por variadas razones – muchas de ellas tan bastardas como las de Guzmán Blanco -, no ven en el mal llamado General del Pueblo Soberano (ridiculez propia de una nación analfabeta liderada por cínicos) el incendiario quejoso que era, sino a un portento, un mito creado con propósitos mayormente deshonestos (y que, una vez se hizo molesto para todos, una bala furtiva lo mató en Santa Inés). Chávez, embebido de lecturas panfletarias (y la pavada de las tres raíces propuesta por Douglas Bravo), inició su ascenso plagado de ideas, muchas de ellas tontas, estrafalarias, y, sin dudas, inviables, pero quizás bienintencionadas. Una vez apoltronado en Miraflores, como los caudillos del siglo antepasado, la política se degradó al pillaje de los dineros públicos y por esa misma razón, a la preservación del poder a cómo diera lugar.

No quiero ser agorero. No obstante, el caos que fue sin dudas el siglo XIX en este país condujo a los andinos, olvidados en sus montañas, hasta la capital y, como una nación distinta al resto del país, tomaron Caracas – y por lo mismo, a Venezuela – para usufructuarla ellos (hasta la caída de Pérez Jiménez, el 23 de enero de 1958, como lo sugiere Caldera en «Los causahabientes»). Y desde luego, llevó al país a la horrenda consecuencia de las montoneras entre caudillos: la dictadura del general Juan Vicente Gómez.

No es una exageración afirmar que ya estamos en medio de una guerra civil (donde en lugar de huestes de hacendados del centro, los llanos y el oriente, son los jefes rebeldes cabecillas de grupos delincuenciales y la guerrilla colombiana). Y entre tanto, en el medio de refriegas, la población perece, padece miserias indecibles. ¿Cuánto más creen que resta para que emerja un nuevo Gómez? No lo digo yo, lo repetía incansablemente el profesor Manuel Caballero poco antes de morir: Venezuela ya había vivido más de cien años de paz y que el hedor de las guerras civiles impregnaba el ambiente. Y por ello, bien viene al caso recordar que los órdenes de Páez, Guzmán, Gómez y Betancourt cayeron… y también Falcón y los Monagas, y Pérez Jiménez.

Chávez involucionó a Venezuela. Sus lecturas inconexas de panfletos y libros a medias le intoxicaron el cerebro, y de esos personajes, en su mayoría reprochables, motivados por intereses opacos, se construyó héroes y de sus acciones, proezas. Chávez idolatraba al siglo XIX y por ello, nos llevó de vuelta a una época lamentable. Temo, y mucho, que Caballero estuviese en lo cierto.

Dios nos agarre confesados, porque, como decían las huestes salvajes de Boves, lo que viene es joropo.

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