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Dignidad: Prohibido morir aquí de Elizabeth Taylor

Elizabeth Taylor, a diferencia de la actriz, no tuvo una fama arrolladora en vida, aunque fue bien recibida por la crítica: finalista al Booker, más de una veintena de publicaciones en The New Yorker, con un total de doce novelas y cuatro recopilaciones de relatos. Es una autora británica, laborista, lejana a la farándula, poco traducida al español y reunida por la crítica con Jane Austen (lo más alejada a Virginia Woolf posible), aunque creo también podría recordar a Tenessee Williams o D.H. Lawrence. Quizás más a Cheever que a Carver, aunque con un narrador más intervencionista.

Para entender el poder de narración de Taylor en esta novela (La Bestia Equilátera, trad. Ernesto Montequin, 2018), lo ejemplificaré con uno de los eventos fundamentales del final. Dos personajes sostienen una conversación cotidiana, cuando una anuncia que irá de paseo y así, sin ningún arrebatamiento, se nos informa que es la última frase que le dijo para siempre. Haciendo uso de una maestría técnica, de una capacidad magistral de incertidumbre, aquel paseo vislumbra un destino trágico, pero el otro interlocutor, simultáneo, empieza a sentir una arritmia.

No acuna el lenguaje, lo usa como una herramienta sólida, temperamental que llega al tuétano privado de un grupo de ancianos solitarios en un hotel. Son los últimos imperiales: las colonias desaparecen, el señor Osmond se queja del acento extranjero de los locutores de la radio y, casi a modo de imposición, discuten el comportamiento de la princesa Margarita. La señora Palfrey, la protagonista, creada para ser entrañable, encuentra en un tropiezo a un joven novelista. De ahí en adelante la novela se comporta como una comedia de enredos, identidades falsas y máscaras.

Sin embargo, se lee entendiendo que es algo más que eso.

Los personajes son un coro insondable, no cae en facilidad de convertirlos en miserables, sus relaciones en el hotel no son solo una lucha de clases y la relación con los jóvenes es más que una contraposición obvia entre generaciones. Se va expandiendo alrededor del hotel en vínculos humanos, pero no pierde su tema central, que es la soledad. La novela toma ciertos riesgos, pero no cae en trampas y se mueve cómoda entre el microcosmos del Claremont y errando por fuera, respetando la individualidad de sus personajes.

El final, sin entrar en muchos detalles, es como el de Papá Goriot. Uno sobre despojo, negligencia y el valor monetario de los familiares viejos. Es el relato de un apocalipsis personal, visto desde lejos, a veces con humor, con delicadeza y a veces con severidad.

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