Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

Diane Arbus: Entre la ambigüedad y el misterio

La mirada femenina sobre las formas más grotescas de la existencia tiene en la obra de Diane Arbus su exponente más certero. Nacida en el mes de marzo, esta artista de la ambigüedad y el misterio logró que tras la aparente objetividad de sus retratos subyazca una historia inescrutable. Ello es así dada la naturaleza de los sujetos fotografiados; por lo general individuos marginales, desamparados, solitarios o incapaces de sobreponerse a la ciudad que los devora: Nueva York, durante las décadas cuando estuvo más viva, y a la que ellos responden con el hermetismo de sus rostros. Entre 1956, año en que abandona la fotografía comercial, y 1971 cuando decide irse de este mundo, Arbus documentará sistemáticamente la geografía humana de su ciudad de origen.

Hija de una acaudalada familia judía, Diane creció en Park Avenue durante la Gran Depresión de los años treinta, y casó muy joven con Allan Arbus, estableciendo ambos un estudio fotográfico, la época cuando Irving Penn y Richard Avedon ideaban la estética de lo que sería la fotografía de modas tal cual la conocemos hoy día. Sus portafolios para Glamour, Vogue, Harper’s Bazaar y Lady’s Home Journal irán decantándose, en Diane, hacia el submundo de Central Park y Times Square, en una época cuando caminar entre los árboles del parque podía resultar mortal; y los prostíbulos, cines porno y bares donde inyectarse heroína, flanqueaban las calles de Times Square.

Ahí, en el reino de strippers, travestis, adictos, seres deformes, enanos, fenómenos de circo, la artista cavará su trinchera, mostrando en todo su esplendor a los habitantes que el resto de la ciudad evadía, ignoraba o no pensaba pudieran existir. Sus lecturas de Dostoievsky (Notes from the Underground) y Bram Stoker (Drácula), el descubrimiento de la fotografía amarillista pero poderosamente documental de Weegee, y los retratos que Lisette Model tomó de la efervescencia callejera en el París de entreguerras, signarán su obra e inventarán para nosotros una nueva forma de mirar.

Sus retratos trascienden la superficie, hendiendo en la profundidad del sujeto hasta exponer sus zonas más vulnerables. Ello sin embargo, con honestidad y respeto; pues nunca tomó una fotografía sin antes pedir permiso a quien había captado la atención de las varias cámaras que siempre llevaba colgando al cuello, y le servían como escudo ante su gran timidez. Caminaba obsesivamente las calles de Nueva York a todas horas, hasta encontrar su objeto. Imperceptiblemente, se situaba frente a él, venciendo el temor a acercarse, y con el click del obturador le robaba el alma. No en vano Walker Evans dijo una vez que darle una cámara a Diane Arbus era como darle una granada a un bebé.

Al fotografiar, la artista se volvía casi invisible, en su afán de penetrar el misterio, la oscuridad del otro, que era también la suya propia. Una vez confesó que envidiaba a una amiga que había sido violada, pues le hubiera gustado tener esa experiencia donde morían el cuerpo y el deseo, si bien la víctima quedaba viva para poder contarlo. Al igual que Robert Mapplethorpe, también amaba el lado tenebroso de la carne: el sadomasoquismo, las orgías, el sexo anónimo; lo excitante de seducir a alguien en un bar, la calle, una estación de autobús, y llevárselo a la cama sin siquiera preguntarle el nombre. Contaba que nunca le dijo que no a nadie que le hubiese propuesto acostarse con ella; y lo decía, con la misma tranquilidad con que le hubiera dado a su interlocutor la receta para hornear unas galletas.

De una posición privilegiada donde el dinero le llegaba misteriosamente, de un trabajo en las revistas de modas con sus vestidos Mattie Carnegie y sus guantes blancos, Arbus descendería al universo de lo oculto y los destituidos, aunque sin perder el aire angelical y lo etéreo de una mirada fijándose ávida en su objeto. Y es que para ella fotografiar no era una profesión sino una compulsión, haciendo a la imagen más verídica que a la realidad misma.

Desafiaba así los cánones clásicos de sus mayores —Alfred Stieglitz, Georges Platt-Lynes— privilegiando el contraste entre luz y sombras, el fuera de foco, los grandes primeros planos, los fondos granulosos, y la composición caótica que Robert Frank había empezado a ensayar en los años cincuenta. Y esto es así porque ella no quería sentimentalizar ni manipular sus composiciones: solo revelar el instante cuando se condensaría, como imagen, todo el drama de una vida en particular.

A pesar de que, según ella, no empezó a fotografiar seriamente hasta los 38 años, pues “una mujer pasa la primera parte de su vida buscando marido, y aprendiendo a ser madre y esposa”, a su muerte dejó más de siete mil rollos de película perfectamente clasificados, y varios cientos de fotografías impresas. Copias definitivas que constituyeron el grueso de la muestra que el Metropolitan Museum le consagró en 2006, junto con fotos inéditas, y páginas de sus diarios y agendas; dado que también documentó lugares, citas y numerosas reflexiones acerca de la fotografía y el arte, puestos a constituir el sustrato de su obra visual.

Sentada en la penumbra de una habitación o un cine, tejía con la otra luz, la del lenguaje, una red significante imbricada por aforismos: “Tomo fotografías porque hay cosas que nadie vería a menos que yo las fotografiara”. “Tomar una foto es como seducir a alguien”. “Nunca he tomado la foto que quería: siempre es mejor o peor de lo que me esperaba”. “Me gusta lo que no puedo ver en la fotografía”. Aforismos vueltos imagen al momento del revelado; cual si necesitara de esa doble oscuridad, donde confluían el lugar de trabajo y el de la escritura, para conjurar cada retrato y transformarlo en la radiografía de las emociones más intensas, los más íntimos secretos.

Asombra, no obstante, la claridad de su mirada ante lo turbio, lo prohibido. Y es que para Diane Arbus el mundo real fue siempre una fantasía. En los diarios apuntaba sueños, escenarios que hubiera deseado fotografiar o fotografiaba en el sueño; nombres de posibles individuos por fotografiar o que fotografiaba a lo largo del tiempo, hasta conseguir que, confiados, se entregaran a ella. Pero como para Alicia, la caída hacia su “país de las maravillas” fue vertical y sin salida: exploraba la singularidad del sujeto fotografiado, involucrándose en su cotidianeidad, ya fuera acostándose con él o trabando amistad, aún a costa de su sanidad mental.

Pero a diferencia de contemporáneos suyos como Garry Winogrand y Lee Friedlander, de quien el Museo de Arte Moderno organizó, por las mismas fechas, una gran retrospectiva, esta artista no se interesó por el paisaje, más allá de otorgarle la función de decorado en el universo de sus personajes. La suya es entonces una antropología urbana muy concreta: Nueva York y sus alrededores. Solo trabajando en algún portafolio para revistas que la contrataban esporádicamente, se apartaba de esta ciudad y siempre a regañadientes; porque no toleraba estar lejos de las calles, que no solo inspiraron la mayor parte de su obra, sino también vieron nacer la fotografía como arte.

En “Limelight”, un café de los años cincuenta situado en el Greenwich Village, que fue además la primera fototeca norteamericana, se exponía y discutía de fotografía, pudiendo uno comprar por 20 dólares originales de Paul Strand, Ansel Adams, Robert Frank o Cartier-Bresson. Ello, cuando la fotografía no había alcanzado aún el estatus como obra de arte que ganaría en las últimas décadas del siglo XX, y el trabajo comercial era la única forma de sobrevivencia.

Diane Arbus, por su naturaleza ambigua y la facilidad para moverse en distintos ambientes, pudo fotografiar con la misma originalidad y soltura una fiesta en el hotel Plaza, a Jorge Luis Borges en Central Park o a una pareja en plena sesión sadomasoquista, pues “toda forma vista correctamente es hermosa”. Esta cita de J. W. Goethe nunca la abandonó, y en su entierro Richard Avedon exclamó que le hubiera gustado ser un artista como ella.

Propensa a la depresión, hizo de sus sujetos tabla de salvación en los momentos más difíciles: “contemplar a los excéntricos es una cura para la melancolía”, señaló, si bien al final del trayecto también ellos le fallaron. Atrapada entre el resentimiento del exmarido, por ser mejor fotógrafo que él, y el ego del hermano, el poeta laureado Howard Nemerov, Diane Arbus, como Virginia Woolf, resolvió abandonar la vida, al caer en cuenta de que su genio había cavado más hondo de lo que su mirada podía soportar. Los retratos, no obstante, se empinan por encima del tiempo para perpetuarse, eternamente impasibles, en la memoria del espectador.

Hey you,
¿nos brindas un café?