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Fernando Yurman

Despertar dentro del sueño

Vladimir Nabokov había sostenido que la palabra “realidad” debía escribirse siempre entre comillas. Este desafiante alarde literario ya había sido anticipado por estudios sobre las ideologías, la percepción o el psicoanálisis. Suspendían la diferencia entre realidad y ficción que ya había dictaminado firmes categorías, desde géneros literarios hasta disciplinas metafísicas. No obstante, dicho alerta tuvo otras vueltas de tuerca. Hoy revive y se extiende fuera de los predios estéticos, allá donde la cotidianidad más plebeya puede usurpar la fantasía. Por esa nueva facilidad “la ficción”, “el sueño” y “lo real”, han mezclado los tintes en toda la experiencia humana, y no alcanzan las renegridas comillas. A su vez, la colonización imaginaria de la realidad fue acelerada con vértigo, y no solo la naturaleza terminó imitando el arte. En su momento, el derrumbe de la Torres Gemelas había “realizado” la majestuosidad del “comics”, y la siguiente persecución de un enemigo elusivo y barbado que emergía en las pantallas, había investido la historia con superhéroes y superdemonios que emulaban a “Luthor” o “la Fuerza”. Posteriormente, la revelación que la geopolítica no está gestionada por saberes cavilosos, sino por patanes que circulan en la banalidad de los folletines y la prensa amarilla, fue gracias a Wikileaks otro deslave gigantesco de solemnidad. En ese trance, fue mermando más el resplandor simbólico de la cultura. Decreció la rúbrica de representaciones que nuestra sociedad usaba para administrar lo real. El descrédito evaporó algo que la humanidad padecía y disfrutaba: su velada distancia entre la realidad y el ideal. En esa distancia sucede el profuso comercio simbólico que sostiene la cultura, y en tal ámbito mantuvo durante siglos un talante trascendente. La pérdida de valores, el hundimiento de referencias, la sustitución del respeto por el autoritarismo ramplón, arrasó con ese temple de legitimación. Aquello que el psicoanálisis conceptualizó como una disminución antropológica de la “Función del Padre”, no sucedió por vacíos en la educación, la cultura o la potencia ideológica, sino por debilidad orgánica de las creencias. Una pérdida normativa que ha disuelto las jerarquías, y terminó borrando los sentidos selectivos que nos configuraban. Sin ese tabique moderador, la realidad ha chupado toda la ficción, o la ficción se ha infiltrado en sus células hasta hacerla indiscernible. Ya no hay padre mítico, solo fantasiosa orfandad. Los ideales han sido siempre parte de la ficción pública, pero sufrieron aquí una mutación cualitativa. El reciente populismo, un frenesí de torpe caudillismo, solo incentivó la banalidad de ese destino universal. La sedición reciente para tomar el Congreso norteamericano ilustra, con la caída del aura en la democracia representativa, también el derrame de una función simbólica general. Algunos exaltados que metaforizaban con ese desafuero una nueva “Bastilla”, no estaban tan errados; la valoración que había hecho Hanna Arendt de la Revolución Norteamericana residía en su espléndido poder jurídico y simbólico, a diferencia de la apasionada, fanática e imprecisa Revolución Francesa.

Nadie sabe lo que puede un cuerpo decía Spinoza, pero tampoco se sabe lo que sostienen los símbolos. Su retroceso devuelve a los humanos a las imágenes y fragmentos inmediatos del sueño, esa espuma desconcertada que borbotea pulsiones en un presente perpetuo. A veces, es un tsunami arrebatado que logra inventar su propio pasado con trazas y restos de la marejada. Ese mundo onírico personal retorna periódicamente en la marea del psiquismo, y es necesario un dique cotidiano o una escollera para sostener la arquitectura simbólica de la vigilia. El tejido vivo de la civilización vive en ese peligro. Cuando su cemento permea y no filtra, el orden profundo de lo civilizado se disuelve. Así como desde fuera nos acechan las tormentas solares y otras confabulaciones cósmicas, desde adentro del desván pujan las pesadillas bárbaras. En el reciente tumulto de Washington, aparecieron las banderas del Sur, el orgullo racista y los disfraces del KKK, y parecía que los extraviados fantasmas de Jefferson Davis o Robert E. Lee atravesarían el tiempo. William Faulkner había observado sobre aquel melancólico Sur que el pasado todavía vive, y ni siquiera es pasado, y esta vez tuvo prodigiosa razón. La intemporalidad caótica del inconsciente amenazaba el rumbo republicano más exitoso de Occidente. La pantalla de noticias fue el onírico ojo de buey de un Titanic. Y ese crepúsculo indiscernible desplaza su horizonte sin cesar por todo el orbe.

Recientemente, un Papa realista (si se acepta el oxímoron), permitió cierta veracidad inevitable, una parcial transparencia que arrasó con siglos de misterio. La pérdida de esa lejanía metafísica, el descenso de los injustos enigmas del cielo, parece el mismo derrumbe de las distancias cívicas que propicia la tecnología en la comunicación. El internet y las pantallas televisivas captan hoy casi toda la reverencia espiritual, encauzan masivamente la religiosidad, pero disuelven su dorado influjo en una adicción portátil. El mundo de sombras y secretos, los rincones medievales del mundo, desaparecían sin cesar y se llevaban la añeja trascendencia religiosa. Ahora es una hemorragia mayor, ocurre en el tiempo y el espacio de pandemia, con calentamiento global y apocalipsis, que para el alma son similares. Nuestro planeta, que hace pocas décadas todavía era enorme, y guardaba regiones ignotas, y también animaba la aventura en geografías extraviadas, devino una simple mascota de ecologistas. Ese achicamiento del espacio no es ajeno a la pérdida de trascendencia – ¿qué cielo le corresponde a un planeta azulado y casual, casi el estatuto contingente de un asteroide? El derrumbe de los ideales no es nuevo en la historia, pero lo complica la condición aluvional e irreparable que hoy arrastra. La nueva epidermis de creencias esotéricas, sistemas mágicos y místicos o los renacimientos evangélicos o cabalistas, procuran ansiosamente sustituir esa piel, pero es vano, los sistemas simbólicos requieren respirar en una distancia saludable que se ha perdido. A veces la renueva, de manera trucada, la adicción religiosa al internet, esa busca desesperada por abarcar un mas allá que siempre se escapa patinando sobre algoritmos. La actual pandemia, remedando ancestros medievales, instiga sin cesar sus procesiones digitales que, pese a las variaciones litúrgicas, están imbuidas por la misma fe en una superioridad omnisciente. Cabe evocar la resignada reflexión de Kant “Se puede dudar de la existencia de Dios, pero no de que el hombre lo necesita”

En su revelador ensayo sobre los autores que crean sus precursores, Borges había observado que Kafka había creado retroactivamente el sentido más rico de Melville. Mirado como una progresión histórica de la metafísica, aquella misteriosa ballena blanca del siglo XIX dejó varado su magnífico enigma en un Castillo o en un Proceso del siglo XX. El Capitán Achab y el Pecqod naufragaron, pero el misterio de Moby Dick sólo había cambiado de domicilio, no de sustancia. Actualmente, en el siglo XXI, es su sustancia lo que se ha evaporado. La vertiginosa hipercomunicación sucede con una tecnología que ha crecido exponencialmente, sobre una superficie y una condición humana que no cambió de tamaño. El desplazamiento de la trama busca entonces la interioridad, quizás por el hastío del rebalsado onirismo externo, de modo que los sueños resultan el octavo continente de la aventura. Prestan la apropiada escenografía, el ritmo y la rareza incalculable de nuestro tiempo. La tradición milenaria ya registraba en su evanescente territorio los orígenes de la épica fantástica. Entre sus maravillosos relatos, hubo uno en que Huan Tzu se había despertado de un sueño en que creía ser una mariposa, pero entonces no supo si era una mariposa que ahora soñaba ser Huan tzu. La narración, que recogió Borges en su literatura fantástica, era una breve joya reluciente de matinal perplejidad. Hoy su brillo no se balancea en ninguna paradoja, y la especie humana tal vez ya sea el sueño de una mariposa china.

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