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El despertar del hombre moderno

Por él estaba dispuesta a contemplar peticiones absurdas e incompatibles: aprender a cocinar, colar café aunque no lo beba, ser participe de un trío o aceptar la poligamia, acatar ordenes y, aún más difícil, escucharlas sin interrumpir; por consiguiente, me dejaría empolvar la nariz para marchar virtuosamente como una geisha sin recibir un centavo. En cambio, mi disposición hacia aquel hombre moderno se decía fácil: me hubiese dejado conquistar; lástima que él no tenía idea de qué hacer con eso.

¿Y qué voy a pedirle? Si nunca entendí qué mierda quiso decir Sartre cuando aseguró que hay hombres que nacen libres, responsables y sin excusas. O, mejor dicho, por qué no dejó también por escrito dónde podía conseguirlos: ¿a qué puerta toco preguntando si saben que la responsabilidad y la falta de excusas son parte del contrato?

Thomas Jefferson parecía estar más sobrio cuando acorraló a la libertad entre la palabra “vida” y, lo que yo llamaría, la “persecución” a la felicidad en su boceto de independencia. Pero ninguno de estos sabios pudo responder con la claridad de una mujer maltratada y maltratadora, de otra posible esclava de su trabajo que con una extraordinaria voz a veces prefería no cantar. Solo una mujer genial, desquiciada y pasional puede saber de qué mierda estamos hablando:

—¿Qué significa la libertad para ti?

Nina Simone: Lo mismo que para ti. Tú dime.

—No, dime tú (risas).

Nina Simone: …te voy a decir qué significa la libertad para mí: no tener miedo.

Si yo hubiese podido no tener miedo al menos la mitad de mi vida…

Hay edades en las que he creído en Sartre, Santa Claus o en mi papá. A los treinta años tomé la rápida decisión de creer en Eduardo, el hombre moderno. Eduardo insistía, con los ojos sumamente abiertos y fijos en los míos, que podía desnudarme frente a él. 

Le dije que estar desnuda daba miedo. Enterneció. Sus líneas de expresión se abrieron, formando ondas que suavizaron hasta fundírseles en la sien. Entonces, me apresuré aún más. Lo dejé perforar las cortinas de mis intimidades, desaciertos, pelar el barniz y traspasar con sus manos mis capas de protección e incluso el pantalón hasta llegar a mi ropa interior.

Hasta ese momento no existió mujer que le importara menos tener la menstruación mientras hacía el amor, o mucho menos gritar eufórica de placer sabiendo que sus padres dormían en la habitación de al lado. Desde allá, muy cerca de reencontrarme con el orgasmo y con mi lado femenino más oculto, pensé que habíamos interceptado el software de la efemérides astronómicas o que se detendría drásticamente la Tierra.

No fue así, el sol despertó a la hora sentenciada; él, varias horas después. Lo veía, lo veía… «¿será que existe? ». Mi madre y yo le tostamos una rebanada de pan. El hombre moderno no solo entendió lo excepcional de un sartén curado, supo valorar la peculiaridad de mi familia:

—Ustedes son —afirmó, abrazándonos con la fuerza de un hombre que conoce la libertad—.

Lo dejé llegar tan profundamente a mí que olvidó pedirme que le pasara los dedos por el cabello hasta tumbarse sobre mis hombros. Tan profundo, que olvidó comer lentamente cucharadas de Nutella entre mis piernas o llamarme, por solo llamarme, para que sus canciones inventadas entraran por mis oídos. Lo dejé acercarse tanto que ya no tuvo que conquistarme ni reservar en el restaurante francés o, al menos, la habitación de un motel para cogerme sin testigos. Así que, con la libertad que le fue otorgada, recogió sus maletas sin avisarme.

Regresó a la presión moderna de los likes, la ambición inagotable del “ser alguien”, al Síndrome de Simón y a sus “K” de seguidores donde los mensajes se borran a las 24 horas y hay quienes se ocultan tras un check mark gris o se muestran ausentes cuando el celular es una extensión de sí mismos. Ahí, donde no podemos hacer el amor y ser amigos y no existen las escenas más importantes del cine, porque todo eso es cosa de los espontáneos… ¿y qué hay del espontáneo responsable y sin excusas?

En ese lugar resulto ser la menos miedosa, aún en estos tiempos en los que mis entrañas han descubierto la cercanía a la muerte.

Pobre Sartre, no hubiese comprendido cómo un IPhone prostituiría su frase sin que nadie la entendiera; pero, al menos, murió creyendo que los Castro harían su nombrada “revolución”. ¿Qué será de El Principito? ¿estará esperando que lo encuentren en su asteroide? ¿Pensará, como yo, que el hombre moderno es nuestro director cinematográfico favorito, nuestro zorro?

No estamos seguros, pero creemos que él también puede entender que se trata de una serpiente boa digiriendo a su presa y que un día regresará a cuidar a su flor, aunque ella no esté en sus mejores días.

“You rock!”

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