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Deseos no preñan

Entiendo que la lucha en Venezuela tiene y tendrá obstáculos. El gobierno de facto, que es el impresentable régimen de Maduro, como las cucarachas bajo la rociada de Baygon o la chancleta implacable, se defiende. Sin embargo, seguir afirmando que vamos bien, frase que exuda un tufillo a propaganda barata de una campaña electoral deficiente, resuena a embeleco, o, por lo menos, a embuste de irresponsables, que en lugar de enfrentar el problema abiertamente, se escudan detrás de mentiras, de deseos que en efecto, no preñan.

¡No, no vamos bien, carajo! La gente, que a diario padece los rigores de una dictadura a la que su vida y sus sueños le importan un bledo, comienza a agotarse, a resignarse, a perder la fe en una ruta que si bien está bien pensada estratégicamente, no puede amarrarse a tácticas fallidas. El liderazgo no puede seguir dándole la espalda a una realidad patente: mientras no asuman que, como bien lo dijera un articulista en El Diario de Caracas cuando principiaba esta desgracia, nosotros no declaramos la guerra… ¡A nosotros nos la declararon!

Para la izquierda irreductible, esa que condena todos los pecados de la «derecha» pero excusa esas mismas faltas a los hermanos Castro o incluso, a genocidas como Pol Pot, Stalin y Mao, siempre se trata de una guerra (de clases), y en las guerras hay vencedores y vencidos, y los últimos, desde siempre, han sido esclavizados, sometidos, abusados. Seguidores de Marx (a mi juicio, un resentido que diseñó un pensamiento revanchista contra una clase que odiaba), no van a claudicar, y menos cuando son ahora los ejecutores del poder… o en su caso, sus amos, o lo que termina siendo sinónimo: amos de vida y hacienda.

El pensamiento socialista es anacrónico, incapaz de ajustarse a un mundo donde las estructuras económicas cambiaron drásticamente. Hablar de proletario, de burgueses, de lucha de clases es un anacronismo imperdonable, una idiotez. Lo es también hacerlo de izquierda y derecha en un mundo donde los conceptos, las ideas, y aun los compromisos son líquidos. Pero en Venezuela, la izquierda – o el pensamiento izquierdista – rezuman antipatía hacia todo lo que huela a liberalismo, o lo que es lo mismo, a libertad.

Creer que la gente es idiota y que necesita un padrecito ha sido y es el peor de los pecados políticos venezolanos, y no nos engañemos con más sandeces, para una parte del liderazgo, tal vez una importante y ruidosa, el ejercicio político compromete esa falacia de pensar por los demás, de pensar por los ciudadanos, de decidir por ellos. Así pensaban los adecos, dirigentes que en el pasado ejercieron el gobierno la mayoría de las veces (de 8 gobiernos democráticamente electos, solo tres no fueron adecos, y en 1969, controlaban el Congreso, y con Caldera en 1994, hubo un pacto bajo la mesa con Alfaro Ucero), y obviamente, así piensa Henry Ramos Allup, y, por qué dudarlo, también Henry Falcón y un sinfín de líderes que se formaron a la sombra de los partidos que en la era democrática regentaron el poder, y que, en efecto, adolecieron vicios que contribuyeron para el avenimiento de esta desgracia.

Venezuela urge de un liderazgo moderno, comprometido con las ideas contemporáneas, con la contemporaneidad. Vamos rezagados, ya vamos retrasados para entrar al siglo XXI. Y distinto del siglo pasado, al que también llegamos tarde, la dinámica de este arriesga peligrosamente el desarrollo que anhelamos, que merecemos. Pero, no lo olvidemos, mientras esta ralea obsoleta siga ejerciendo el poder, no habrá modernidad. Solo habrá promesas acerca de un futuro luminoso siempre pospuestas, mientras hundidos en la miseria, reflotamos sobre las fábulas que del pasado invente la propaganda.

Entiendo los obstáculos, las trabas, que surgen y que sin lugar a dudas, surgirán. Sin embargo, no podemos volver la mirada sobre modelos superados, sobre conductas que hoy resultan intragables, ya sea una quimérica negociación con quienes no tienen por qué dialogar o una intervención militar extranjera que no va a ocurrir (por ahora). Resuena a frase manida, y lo es, pero no por ello, incierta. La unidad debe ser por ahora el único norte, o, cuando menos, la principal táctica. Y para ello, debemos crear puentes, construir lazos que no solo primen el anhelado cese de la usurpación, sino que además, y tal vez tanto o más importante, asegure la viabilidad de un gobierno transitorio amenazado desde ya por infinidad de intereses internos y externos.

Al final solo nos queda recordar que los deseos no preñan.

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