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Desde la luz de Vermeer

Copyright: RenÈ Gerritsen
Copyright: RenÈ Gerritsen

“La luz que irradia desde la izquierda define formas y provee volúmenes…” es una descripción que encontramos en una página virtual del Museo de Arte de Filadelfia, refiriéndose a una obra miniatura del maestro Johannes Vermeer. La iluminación en esta joya de la pintura holandesa es el tema, siempre fundamental, sobre el trabajo de Vermeer. Pero es que la luz es el tema esencial en la expresión del ser humano. Nuestra luz de cada día es la que nos permite existir, navegar en este planeta, y emocionarnos. Cada lugar tiene su luz atmosférica que lo identifica y que se graba en nuestra memoria de la infancia, o de la juventud, y la cual siempre añoraremos si la hemos dejado atrás. Su recuerdo lleva consigo una cierta carga emotiva. En cualquier caso, damos por sentado que la luz y la oscuridad son cosas que suceden afuera, y que nos suceden sin darnos mucha cuenta.

De nuevo, la luz, o su ausencia, nos causa emociones, claras y alegres, o turbias. De ahí comenzamos a identificar a las personas como luminosas u oscuras. Y decimos de alguien que esconde y engaña, que es un ser oscuro. De esa misma manera, percibimos la verdad y la transparencia de

las acciones como luz, alguien así es luminoso.  Entonces, ya entremezclando lo de afuera y lo de adentro, dejamos de ser cuidadosos con nuestra experiencia de la luz. Porque también está el detalle del alto contraste, cuando se ve en blanco y negro, sin grises. En estos casos la vida se hace plana, como un dibujo sin volúmenes, un poco intenso, un poco duro, un poco irreal.  Estudiando la luz, en sus múltiples aspectos, comencé a apreciar los muchísimos grises de la vida. Cuán necesarios son para ver la profundidad, y para entender la posición y forma de los cuerpos, de las situaciones. También he descubierto, a través de mi propio trabajo en la pintura, las infinitas variaciones que puede tener este fenómeno, cuánto absorben o reflejan ciertos colores, cuántas veladuras son necesarias para crear una atmósfera resplandeciente. Y en mi memoria, aún fresca, encuentro la imagen de una vegetación o una pared rocosa, en una neblina húmeda y tibia. Una imagen casi sagrada donde la luminosidad nos envuelve  y nos remueve de momentos cotidianos.

En el trabajo de Vermeer se discute mucho su uso de la luz como representación de la presencia divina. O será que la presencia de la luz nos conecta con lo divino? Es lo mismo. Quizás lo relevante en esta obra maestra, con la que comienzo y de la cual se extienden estos pensamientos, sea su capacidad sutil y contundente de enfocar nuestra atención sobre esa relación vital entre el hombre y la luz.

Si en algún recorrido se encuentran en esta ciudad del amor fraternal, Filadelfia, consideren visitar a la “Joven sentanda al virginal” de J. Vermeer. Se encuentra tranquila y despreocupada en una salita del museo, cosa curiosa si pensamos en la cantidad de público que atrae la obra del maestro en el mundo, y considerando que su obra completa no llega a cuarenta pinturas. Pero allí está, en un préstamo fortuito, con una presencia temporal, atrayéndonos con una luz remota y virtuosa, a quienes deambulamos buscando por las paredes alguna pequeña ventana como ésta, que nos dé la oportunidad de espiar no sólo otros tiempos, sino también alguna otra dimensión.

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