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Desde el corazón de las tinieblas 

La vida es un imponderable. No se la puede medir o pesar. Tampoco es previsible. Está poblada de circunstancias que hacen de ella una masa informe y cambiante a cada instante. Justo en ello radica su belleza: en su inconsistencia. Hay, sin embargo, quien se empecina en darle forma, meterla en un molde y someterla a cierta regularidad. Sí, dentro de esos cánones aguantará un tiempo, hasta que todo vuele en pedazos por los aires. Estas son las personas que con mayor frecuencia vemos agriarse y agrisarse, las que juegan a ponerle collar y bozal a la vida para sacarla a pasear por la tarde, justo antes deocaso. 

Vivir es otra cosa. Se parece más a estar tras el timón de un barco en altamar y en medio de grandes y embravecidas olas. Sentir la pasión de no saber si girar a babor o estribor ante la siguiente montaña de agua. Experimentar esa mezcla de temor y regocijo que proporciona saber que, poco o mucho, hemos arriesgado, todo lo cual implica que no se puede vivir desde el miedo a vivir. 

Con frecuencia consigo personas que toman decisiones cómodas. Se apoltronan frente a la TV de sus vidas y manipulan apaciblemente su control remoto. Un problema de la modernidad líquida es, paradójicamente, la comodidad. O quizá no sea tan ilógico y constituya la reacción natural a tanta liquidez sobre la cual flotamos. 

Otra prerrogativa de nuestra modernidad es la apariencia de riesgo, eso que se llama riesgo calculado, lo cual es un oxímoron. Si está calculado, ya no hay riesgo. No existe tal cosa como una aritmética del riesgo. Este implica incertidumbre y angustia. El riesgo es una condición existencialista por antonomasia. Y es parte de la esencia de la vida. 

Volvamos, sin embargo, a la comodidad. Somos testigos de decenas de decisiones tomadas por el miedo a sufrir. Tememos sufrir amando, por ejemplo. Y entonces ha surgido esa versión posmoderna y acolchada del amor que es el amarse a sí mismo. No está mal quererse, pero nadie sufrirá consintiéndose un poco. Ame a otra persona y empezará a sufrir, pero también a vivir, por cierto. 

También tenemos miedo de comprometernos con los que sufren. De eso se encargará el 911 o, en su defecto, el número de llamadas de emergencias. Hace unos años un amigo me hacía notar la diferencia entre intervenir y acompañar en cualquier situación de infortunio. El problema es que no hacemos ni una cosa ni la otra. Y para colmo de males, cuando acompañamos lo hacemos en la tónica de distraer al afectado de su dolor, y no en la de vivirlo con él. 

Nos da pánico sumergirnos en el caos del otro. Es preferible entregar una ayuda monetaria a una institución que sacar algo de nuestro tiempo para ayudar de un modo concreto. Hace poco alguien me decía que por cada cien donantes solo dos se ponían a la orden para acompañarlo a los caseríos pobres. Es un lamentable índicecierto, pero que dice mucho del talante de nuestra modernidad. 

Vivir es sufrir. Quien lo niegue no ha vivido a fondo: es un surfista de la existencia. Así de simple. Vivir supone amar con todo, entregarse, comprometerse, ser defraudado y defraudar, equivocarse (y no superficialmente), destrozar el barco creyendo que íbamos a coronar una heroica maniobra, recoger los restos del naufragio y seguir, detenerse y subir a bordo a quien ya no tiene timón ni velas, y todo esto no se puede hacer sin exprimir las entrañasPara vivir hay que estar dispuesto a extraer el zumo de nuestro corazón. 

Cuando uno conversa con personas que han vivido así, uno percibe en ellas una suerte de lejana serenidad. Son marinos experimentados. Hablan con el reposo que da, precisamente, haber vivido. No es un asunto de años, sino de riesgo en la entrega. Vuelvo a decirlo: no hay aritmética del riesgo cuando uno se entrega a alguien o a una causa o proyecto. Saber que podemos perder todo o mucho —incluso la vida— es la constatación de que estamos viviendo a plenitud.  

No lo pensamos con frecuencia, pero aquello por lo cual podemos perder la vida es a menudo lo que más sentido le otorga a la misma. Y no hablo solo en términos literales —como sinónimo de morir—, sino de todo aquello que podría suponer un desperdicio de tiempo. Yo he pasado veinticinco años de mi vida enseñando en una universidad tercermundistaPara algunos, quizá sea lo más parecido a perder la vida —en el sentido camusiano—. Para mí, no. Allí, en el «corazón de las tinieblas», he otorgado a mi vida parte de su sentido: aspirar a la excelencia desde mucho más abajo, y elevar a mis alumnos a ella.  

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