Se están por cumplir setenta años del debut como director de cine de Ingmar Bergman, un hombre que marcó con su sello indeleble el cine de la segunda mitad del siglo XX. Pero en sus comienzos la carrera de Bergman no era apreciada por sus connacionales, y era desconocida en el exterior, con la probable excepción de los países escandinavos, donde el idioma de cualquiera de ellos resulta comprensible para los otros dos.
Circula la leyenda de que Bergman fue “descubierto” en el Río de la Plata en el año 1952, y sólo años más tarde, en 1955/56, en el resto de Europa y los Estados Unidos. Esta es la crónica de ese descubrimiento.
En el año 1952 yo realicé mi primer trabajo “profesional”. Se trató de un pequeño documental sobre el pintor uruguayo Pedro Figari. El encargo lo gestionó un pintor amigo, de apellido más griego que el Partenón, Homero Panagiotópulos, quien convenció a las hijas del pintor de que financiaran el documental. Se trató de algo muy sencillo. Se había inaugurado en Buenos Aires una vasta muestra de Figari, y lo que hicimos fue filmar los cuadros (en 16mm., blanco y negro) alternando detalles y algunos paneos descriptivos. Posiblemente lo más valioso haya sido el comentario, escrito por Manuel Mujica Láinez.
En aquellos años se realizaba en la uruguaya Punta del Este un festival internacional de cine, y viajé con el corto para presentarlo. Figari era un prócer de la cultura del país, y se le dio cabida a una exhibición. Pero ocurrió que entre el cúmulo de películas que se programaron en esa edición del festival, y que yo no me perdía, hubo tres hitos de la cinematografía mundial de todos los tiempos. Umberto D, de Vittorio de Sica, que significó la vuelta de página del neorrealismo italiano; Rashomon, del titánico Akira Kurosawa, el mayor traductor de Shakespeare al séptimo arte y muchas cosas más. Y una película sueca, de un director desconocido, con un título que por su aparente cursilería no permitía augurar nada bueno: “Juventud, divino tesoro”, título y primera línea del poema homónimo de Rubén Darío.
En esa época yo era colaborador de la revista Gente de Cine. Traducía artículos, escribía críticas de los estrenos porteños. Mi embeleso con la película del hasta entonces desconocido Ingmar Bergman se reflejó en una crítica que destilaba una admiración maravillada y sin límites, posiblemente infantil, y cuyos primeros párrafos reproduzco a continuación.
Juventud, divino tesoro (Gente de Cine, Marzo-Abril de 1952
La representación sueca al II Festival Cinematográfico Internacional de Punta del Este fue la única que a través de la totalidad de sus trabajos (cuatro films de largo metraje y tres cortos), mantuvo la calidad de los mismos a la altura necesaria. Y como si esto fuera poco, dentro de ese conjunto nos fue dado ver “El viento y el rio”, maravilloso documental de Arne Sucksdorff y sobre todo “Sommarlek” (Juventud, divino tesoro…), tema del presente artículo.
Lo más asombroso de esta producción resulta lo tan absolutamente cinematográfico de todos los factores de su elaboración. Acostumbrados como estamos a que la fórmula perfecta en cine es el equilibrio de todos los ingredientes, resulta casi chocante el hecho de que aquí esos ingredientes son sin excepción superlativos. Es frecuente el comentario de que en tal o cual película la interpretación, o la fotografía, son muy buenas, excelentes o maravillosas. Esto puede significar que lo son en realidad, o que lo parecen, en contraste con el resto de los elementos conformantes, pero en cualquier caso, significa que están por encima de los demás. Es así que la obra en conjunto no merece tales calificativos. Pero cuando como en “Sommarlek” nos encontramos con que todos los elementos son extraordinarios, no tenemos más remedio que reconocer que estamos frente a una obra de excepción. No es común vernos frente a algo en lo cual casi todos los factores son descollantes. Por eso mismo resulta tanto más difícil juzgarla, y sólo una segunda exhibición nos pondrá en condiciones de comenzar a aquilatar la maestría de su dirección y la calidad de los valores individuales.
Una nota de similar elogio fue publicada también en el diario El País por el reconocido crítico uruguayo Homero Alsina Thevenet. Dada su proverbial acidez, en el medio se lo había rebautizado como “Venenet”. Y como Alsina Thevenet era considerado un maestro del periodismo cultural, y yo no era más que un imberbe advenedizo), el “descubrimiento” de Bergman le fue atribuido. Poco tiempo después, las películas de Bergman comenzaron a exhibirse con éxito en Buenos Aires.
Muchos años más tarde, el distribuidor que trajo las películas de Bergman a Buenos Aires, Néstor Gaffet, me confesó en medio del bullicio de un preestreno que se había interesado en Bergman debido a mi crítica de la revista Gente de Cine. La del uruguayo no la conocía. Lo sentí como una condecoración, como si me hubieran concedido una suerte de Legión de Honor. Lo que nunca comprendí, y sigo sin comprender, es por qué me susurró al oído esa confesión, como si se tratara de un secreto.