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Roberto Ponce Cordero
viceversa magazine

Des-pa-ci-to: ¿Música latina para la era Trump?

Recuerdo que, hace unos quince años, una amiga mía y yo teníamos una conversación recurrente en la que ella decía que no le gustaba el hip hop y yo le respondía que una afirmación como esa, más que una preferencia estética o una decisión personal, denotaba mera ignorancia. ¿Cómo se podía descalificar así, de plano, un género que es en sí un universo entero, que alberga tendencias distintas y hasta contradictorias, amén de siempre cambiantes y en evolución, y en el que encuentran espacio maestros como los Beastie Boys y Tupac pero también payasos como Vanilla Ice y Soulja Boy? ¿No es verdad que, si uno dijera lo mismo de, no sé, la música clásica o el jazz, cualquier persona razonable le diría a uno que lo que pasa es que, para poder opinar con criterio, a uno le falta realmente conocer la música clásica o el jazz?

Hoy en día, creo que nadie se atrevería a descartar el hip hop en masa, sin hacer diferenciaciones; la postura, creo, rayaba en lo absurdo en los primeros años de los años cero, pero en 2017, cuando el pop, básicamente, es el hip hop (ya sea con o sin elementos de EDM), es insostenible sin más. Hoy por hoy, sin embargo, y desde hace también casi quince años ya, es totalmente permisible y, de hecho, está todavía bien visto entre quienes, consciente o inconscientemente, conforman las elites del capital cultural, despreciar sin pudor alguno el que sin duda alguna constituye el género musical latinoamericano más exitoso, más representativo y más global del siglo XXI. Me refiero, por supuesto, al reguetón.

La más reciente instancia de este desprecio acrítico hacia un género musical entero –y quizás incluso a una cosmovisión– es el odio que suscita el mega hit puertorriqueño “Despacito” de Luis Fonsi y Daddy Yankee en redes sociales y en conversaciones a lo largo y ancho de América Latina. Ese odio, que por lo menos está muy presente en mi news feed de Facebook, es el resultado predecible de la inusitada popularidad del tema: “Despacito” es, como quien lea estas líneas –a menos que viva debajo de alguna roca o que, de entrada, no viva– seguramente sabrá, un cañonazo bailable más popular que prácticamente cualquier otro que se haya escuchado en bastante tiempo en el subcontinente. En efecto, al ser una fusión del pop latino inofensivo y un poco cursi de Fonsi con el beat y el performance de reguetón –¿me atrevo a decirlo?– clásico de Daddy Yankee, “Despacito” sintetiza dos de las principales corrientes musicales latinoamericanas y lo hace, de paso, con tal fluidez y aplomo que, independientemente de lo que se piense de la canción (llena de clichés y de fórmulas prefabricadas, sin duda… como casi toda canción de pop), hay que reconocer que no es extraño que sea ubicua desde hace ya algunos meses en todo lugar que se encuentre entre el Río Grande y Tierra de Fuego… y más allá.

 

 

Más allá, indeed: hace un par de semanas –al momento de escribir estas letras–, la nueva versión de “Despacito”, que incluye también estrofas cantadas en inglés y en español por el canadiense Justin Bieber (duélale a quien le duela, y acaso incluyéndome a mí entre aquellos a quienes les duele, la mayor estrella masculina del pop de los últimos años), se convirtió en la primera canción predominantemente de habla hispana que llega al número uno en el ranking de la publicación estadounidense Billboard desde que la insufrible “Macarena” de los andaluces Los del Río se convirtiera en un superéxito de ventas en 1996 y nada más en la tercera de la historia (la primera fue la gran interpretación que hicieron Los Lobos de “La Bamba” para el soundtrack de la película homónima en 1987). En otras palabras, y pese a que el tema no necesitaba ya ser refrendado por el mercado anglosajón para ser un fenómeno de ventas, “Despacito” ha triunfado en la Yoni (me refiero a la Yonited Estéits) y Fonsi y Daddy Yankee, de la mano de Bieber, han logrado lo que ni Bruce Springsteen ni Bob Dylan lograron jamás: tener un número uno en la Billboard (para el Nobel, no obstante, es de suponerse que les falta bastante más).

Con esto, por descontado, no quiero necesariamente equiparar las trayectorias de los músicos mencionados, ni su talento “objetivo” (asumiendo que tal cosa exista, fuera de los contextos culturales e históricos específicos), pero sí realzar lo notable del logro que el éxito de la canción de reguetón pop que nos ocupa en la esfera cultural de Estados Unidos representa o puede llegar a representar, dependiendo de cómo queramos interpretarlo. Por un lado, claro, se puede decir que “cualquiera” llega a número uno si va de la mano de Bieber… pero es menester mencionar que la colaboración entre Bieber, Fonsi y Daddy Yankee surge, según la leyenda al menos, por iniciativa de Bieber, a quien, como a todo el mundo, y para bien o para mal, con gusto o con disgusto, se le pega la muletilla de “Des-pa-ci-to” cuando está de gira en Colombia y escucha la tonadita por radio, por lo que contacta luego a Fonsi para hacer una nueva versión y, como dicen los gringos… el resto es historia.

Por otro lado, y para quien no se haya enterado (esa persona, eso sí, tendría que estar aún más enterrada bajo varios metros de tierra que el hipotético sujeto que no había escuchado aún “Despacito”), no estamos en un período en el que lo latino se vea muy bien que digamos en el discurso político estándar de Estados Unidos. Digamos que estamos un poco a la defensiva. ¿Qué significa, en este momento histórico, que una canción latina y con letra casi totalmente en idioma castellano domine los charts y se haya convertido, ya desde mediados de mayo, en la virtual canción del verano de 2017 en los U.S. of A.? ¿Hasta qué punto debemos buscar significados en este hecho singular? ¿Serán extrañas simultaneidades históricas, como las que pasan todo el tiempo, en todas las historias? ¿O será que la Billboard está registrando cómo, en algún lugar del inconsciente colectivo y con el beneplácito de las multitudes opuestas al predominio de la minoría conservadora blanca, la comunidad latina le dice al mundo, y más propiamente al “presidente” Trump, que –así sea en cuanto al factor puramente demográfico– “despacito / suave suavecito / nos vamos pegando / poquito a poquito” y no hay nada que él, ni ningún poder terrenal, pueda hacer al respecto?

 

 

Yo mismo jadeo al pensarlo: ¿será hora de tomar “Despacito” en serio, como panfleto involuntario e improbable de microrresistencias venideras? ¿O será, solamente, un divertimento más? ¿No será más bien que, como casi todo lo que es bueno en la vida, es un poco de ambas cosas? ¿No será que las cosas que son “solamente” un divertimento no lo son “solamente”, sino “totalmente”, porque de eso se trata la vida y en eso se negocia, también, de lo que se trata?

Me he quitado la máscara como fan de “Despacito” y como alguien que por lo menos tolera, y de hecho a veces aprecia, lo poco que conoce del reguetón. Habiendo dicho todo esto, sin embargo, debo reconocer que no me gusta el jazz. Eso sí no lo tolero ni lo aprecio y sé que ahí habla mi ignorancia y que en ella me quedaré…

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