La poesía de Agustini sigue el molde de los cuadernos de tapa verde, blanca y roja donde la transcribía; cuadernos continentes de unos textos trabajados rigurosamente mediante la contraposición de imágenes, cual metáfora de ese ser doble que constituía a su hacedora. Así, en el poema “Mi aurora”, por ejemplo, del verso “Ebria de una alegría pura como la luz” Agustini tacha “pura como la luz” y escribe “fuerte como el dolor”.
Escrupulosamente organizada, pues, Delmira; del kerosene y las escobas a comprar ese día, hasta la lista de críticos a quienes enviaría Los cálices vacíos (1913). Todo, respondiendo al orden que refleja la vida metódica de un tiempo regido por la monotonía de una existencia fundada a partir de cierta crinolina, los lazos en el pelo y la veracidad de una madre posesiva, enmarcados por el tedioso panorama de una sociedad provinciana sobrellevada desde el aislamiento en su casa. Una casa que, como la de María Eugenia Alonso, también debía oler a “jazmín y tierra húmeda, a velas de cera y fricciones de Elliman’s Embrocation”.
Una muñeca en la sala y la alcoba del primer piso, eran las fronteras que delimitaron el entorno dentro del cual, a diferencia de aquella, Delmira Agustini se sentía confortable; si bien, como la venezolana, también la uruguaya se casó con un hombre común para perpetuar el modelo de tantas Ifigenias en quienes el vestido de novia “desgonzado con su dos mangas vacías que se abren en cruz y se descuelgan casi hasta llegar al suelo, es un cadáver”. Es decir, el símbolo de una entrega que para una escritora llevaba por lo general implícito un renunciamiento a su libertad de expresión.
Así, al Delmira Agustini gritar su impotencia por no poder soportar lo adocenado de su matrimonio con Enrique Reyes, se rebelaba contra lo cotidiano de una relación para la cual no estaba hecha. Ella quería amar desde lo poético, desde el terreno del imaginario, valga decir desde la clandestinidad donde cada pequeño gesto de deseo —la correspondencia, los encuentros en la sala de estar, el temor incluso a que la madre descubriera el contenido de sus misivas— contribuían a fortalecer la sensualidad de su trabajo creativo. Al casarse el juego termina y la convulsión desaparece, dando paso a la intranquilidad de un matrimonio abusivo, del cual quiso huir rápidamente, si bien el poder de lo masculino acabó sometiéndola a sus designios.
La personalidad de Delmira Agustini posee la dualidad de las formas de vida que se enfrentan durante el modernismo hispanoamericano. Por un lado, sus escritos como Joujou, retratos de mujeres elegantes donde conjuga la intención de escritura con el deseo de hacer vida social, pertenecen a ese mundo regido por el valor de cambio que mercantilizó su existencia, otorgándole a la obra una cualidad simbólica lograda yuxtaponiendo impresiones opuestas; lo que Guillermo Sucre ha denominado “le bizarre sensorial”. Y por otro, la vida más interior que los modernistas manifestaron mediante textos signados por una “multiplicidad emocional e ideológica de raíz subjetiva”, desarrollada en Agustini desde su habitación, la cual aún sin ser propia, le permitía no obstante la independencia suficiente como para llevar adelante una introspección, de la cual surge esa poesía donde se combina un narcisismo, muy a lo Sor Juana, con esa forma de contradicción interior que las llevó a ambas a descubrirse mientras escribían.
Delmira también fue una figura solitaria y aun cuando, a diferencia de la monja, no había hecho su vida entre los muros de un convento, la misma soledad las unía. La soledad como rechazo a la “vulgaridad” de una vida que, en Agustini, no es solo el instante manifestado explícitamente al abandonar el domicilio conyugal, sino que lo es en el refugio familiar —la, muy a lo Jane Austen sala de estar común— aun cuando bajo la forma de una cotidianeidad cercana a esa doble fricción con lo diario que la deslizaba por la vida sin sentirla.
Si bien por su erotismo la poesía de Delmira Agustini se acerca a la de Sor Juana, su actitud la aleja profundamente del feminismo de esta. El gesto de enviar, dentro de tubos de cristal, cartas apasionadas al hombre de quien se estaba simultáneamente divorciando, resulta ser entonces una prueba más de su carácter inseguro, llevándola a vivir sobre la frontera entre la pasividad y la vehemencia; un límite donde todo siempre se tensa.
Siguiendo, pues, el sendero de las duplicidades, la obra de Delmira Agustini fue en su época objeto de una doble censura: la explícita, materializada en la prohibición de hablar sobre ella dada la estrechez de la moral de la época, que imponía “el soterramiento de los instintos, el silencio de toda irregularidad”; y la implícita de que habla Octavio Paz, es decir, la falta de consecuencia para darle su justo valor debido a que los críticos no poseían los códigos para encasillarla.
El escaso interés en torno a la literatura femenina de habla hispana, llevó a los especialistas a esbozar una opinión paternal, misógina o cursi en relación a la obra de Agustini. Y aunque ya Sor Juana, en México, y Fanny Burney, Jane Austen y las hermanas Brontë en Inglaterra habían realizado una obra de la cual Agustini no llegó quizás a percatarse, ¿cuántas latinoamericanas pudieron haber escrito textos con una fuerza semejante a la de tales autoras, que jamás publicaron, y posiblemente se destinaron a avivar el fuego de las cocinas a cuyo calor escribieron sus cuartillas? Se podría pensar, por ejemplo, en la poetisa anónima de la cual Teresa de la Parra diserta en su conferencia “Influencia de las mujeres en la formación del alma americana” quien, bajo el seudónimo de Amarilis, escribió a Lope de Vega unos versos considerados por Menéndez Pelayo, si bien sexistamente, “como los más frescos y graciosos de la literatura colonial”.
Y aquí es necesario apuntar, al hablar de la obra perteneciente al modernismo latinoamericano anterior a 1930, que es producto de una misma originalidad por el hecho de que no existieron conexiones entre la mayoría de las autoras, generalmente incomunicadas, y viviendo en el Montevideo de Delmira Agustini o en el Barinitas de Enriqueta Arvelo Larriva.
La elocuencia, ese “carnaval de tinta” como lo llamó el tío de María Eugenia en Ifigenia, ahogó la crítica en torno a la uruguaya; desde considerarla superior a Rubén Darío, hasta llamarla “rara” y “linda” pasó por ella. Juicios siempre masculinos, con la excepción de del de Alfonsina Storni en 1920, y reveladores de la misma sorpresa experimentada por la Mary Carmichael de Virginia Woolf cuando, al hojear la larguísima lista de títulos escritos sobre mujeres, constata que solamente atraen “a agradables ensayistas, novelistas de pluma ligera, muchachos que han hecho una licencia, hombres que no han hecho ninguna licencia, hombres sin más calificación aparente que la de no ser mujeres”.
Al tildar aquella misma crítica su trabajo, de carecer “de ese equilibrio armonioso” existente en la lírica hasta entonces, ¿no lo aproximo, acaso, a una contemporaneidad que superaba tantas barreras dentro de las cuales había sido circunscrita la poesía? Delmira Agustini no podía ser formalista. El deseo, su deseo, exigía una libertad que era también la del verso como continente de un tiempo en transformación.
“La modernidad nunca es ella misma, siempre es otra”, apunta Paz, porque borra las fronteras entre pasado y presente, y deja entonces de haber actualidad. La poesía de esta autora se adhiere a tal intemporalidad, surge sin explicaciones y persiste hoy, más allá de cualquier aclaración, acercándonos a una intensidad que la violencia machista dejó truncada en plena juventud de efervescencia creativa.