Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Francisco Martínez Pocaterra

Del socialismo al autoritarismo: las dos caras de una misma realidad

En 1989, noviembre, para ser precisos, cayó el muro de Berlín. Una de las obras más tristemente notorias del comunismo. Dos años después, la URSS dejaba de existir. Un sinfín de países socialistas, desde Cuba hasta Corea del Norte, perdían el único referente de un modelo que, pese a su fracaso temprano, en la década de los ‘20 del siglo pasado (la hambruna rusa entre 1920 y 1921), se mantenía vigente. Francis Fukuyama auguraba el fin de la historia y del último hombre, y el triunfo del liberalismo. En Hollywood cambiaban los enemigos, y si antes eran los odiosos agentes de la KGB, lo serían a partir de entonces árabes y chinos, tal vez influenciados por el choque de civilizaciones que presagiaba Samuel Huntington en su libro homónimo.

No obstante, en América Latina se reorganizaban los partidos de izquierda alrededor de un Foro creado por Fidel Castro para seguir financiando su proyecto, estrepitoso desacierto que, como ocurre con la mayoría de las revoluciones, devino en una cofradía mucho más corrupta y cruel que aquella dirigida por Fulgencio Batista.

John Lucaks, un historiador estadounidense de origen húngaro, advertía en un libro publicado en 1993 («The end of the Twentieth Century». Ticknor & Fields), que, en esos años turbulentos, fines de la década de los ’80 y comienzos de los ’90, terminaba el siglo XX y con este, la Edad Moderna (iniciada alrededor del siglo XV). Alvin Toffler, otro pensador estadounidense, ya nos decía en su famosísima obra «El shock del futuro» (Plaza & Janés, 1970), que la humanidad había roto con su pasado, y que encarábamos un quiebre de tal envergadura que solo era comparable con el advenimiento de la civilización hace unos doce o catorce mil años. El historiador israelí Yuval Harari va más allá y nos dice que podríamos presenciar el fin de homo sapiens como especie dominante («Homo deus», 2017).

En ese nuevo mundo, inédito, al que nos adentramos como exploradores de tierras inhóspitas, la izquierda no tiene sentido. Sin embargo, la izquierda mutó. Se hizo progresía y, bañada por un discurso, ciertamente bonito pero ineficiente, insiste tozudamente con una postura decadente, mentora de la ruina y la miseria de los pueblos. Es muy atractivo hablar en nombre de los más pobres, y ofrecerles villas y castillos; pero una cosa es enumerar cartillas y recetarios y otra muy diferente, que sean viables esos abecés vetustos. Hoy, la progresía gobierna en Argentina, Chile, Perú, Bolivia, Venezuela, Cuba y Nicaragua, y, bien podrían triunfar en Colombia y Brasil.

Chávez emergió desde las cavernas de la izquierda más recalcitrante, esa que en Venezuela jamás aceptó los términos de la pacificación y que, rendida la guerra de guerrillas en marzo de 1969, se mantuvo fiel a una lucha sin sentido, destinada al fracaso, como lo advertían notorios líderes guerrilleros tan solo un año después de iniciada en las zonas rurales del país. La revolución bolivariana encarna esa izquierda que uno de los más conspicuos jefes guerrilleros, Teodoro Petkoff, llamaba «borbónica», que ni olvida ni perdona.

Resentidos todos, viciados por variopintos rencores, afloran sus más íntimos odios ahora que ejercen el poder. Por ello, no solo rezuman sus enconos como el agua sucia de un albañal obstruido, sino que, fieles a sus dogmas, rezagan a buena parte de América Latina en un pasado que, como el humo en el viento, se desvanece. Venezuela se aleja dada vez del mundo que la contemporaneidad ha ido dibujando, y, lejos de generar desarrollo, la aísla y la empobrece.

Rezagada del resto del mundo, Venezuela – y buena parte de América Latina – se sumen en la obsolescencia y el consecuente subdesarrollo. Alejada de los nuevos paradigmas que el mundo exige para comprenderlo, como lo señala Alain Touraine en su ensayo «Un nuevo paradigma» (Paidós, 2005), los poderosos de hoy, resentidos ayer, se comportan como cofradías criminales, oponen su totalitarismo al muy debilitado orden plutodemocrático, el cual no solo defendía Maurice Duverger como propio de Occidente, sino, además, fundado sobre un sistema de valores subyacentes, el liberalismo, y que podría resumirse en la fórmula del artículo 1° de la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano, proclamada por los franceses en 1789. («Las dos de caras de Occidente». Ariel. 1975. pág. 9).

Quizá sea la respuesta virulenta en un cuerpo estertóreo, y que, tal vez no hoy, pero sí pronto, demuestre lo que ya la historia ha enseñado, aunque muchos se nieguen a aceptarlo: el socialismo, y lo que ha termina siendo hoy, un populismo barato proclamado por un autoritarismo fornido, dejó de ser un referente válido para el desarrollo, y no tiene cabida en la realidad contemporánea.

Esto, obviamente, da para más…

Hey you,
¿nos brindas un café?