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Roberto Ponce Cordero
viceversa magazine

Del mal gusto visionario al mal gusto como way of life: John Waters y el fin del American century (I)

En Literatura y revolución (1924), el teórico y político marxista ruso León Trotski sostiene que la obra de su coterráneo Anton Chéjov es tan importante que, apenas veinte años después de su muerte, ya no tiene caso escribir artículos sobre ella: sobre el cuentista Chéjov hay que escribir libros o mejor callar. Creo que no exagero ni debo usar un “salvando las distancias” al afirmar que se puede decir algo similar del legendario director de cine norteamericano –o, más bien, baltimoriano– John Waters, famoso por obras maestras del trash de bajo presupuesto y de orgulloso, ostentoso mal gusto como Pink Flamingos (1972), Polyester (1981) y Cry Baby (1990). Escribo un artículo entonces y espero que me dé la vida para el libro.

Waters, por supuesto, no ha muerto aún. Nacido en 1946, este singular artista está, de hecho, en un momento de relativo apogeo de su carrera. Como persona y, realmente, como personaje, es ahora y desde hace unos diez años, más conocido que lo que lo había sido nunca en su vida previa, pese a no haber filmado ni una sola película en más de una década. Una de sus producciones, Hairspray (1986), convertida en 2002 en un musical de Broadway, se ha vuelto, de manera bastante improbable, una parte ineludible del mainstream estadounidense actual, hasta el punto de haber sido objeto, el pasado 7 de diciembre, de un remake televisivo en vivo que contó con la participación de superestrellas como Jennifer Hudson y Ariana Grande y que mantuvo en vilo durante horas a varios millones de espectadores de los U.S. of A. Los espectáculos de stand-up comedy de Waters son llenos totales en sus giras por teatros y clubes nocturnos de Estados Unidos. La influencia de sus filmes y de sus diferentes textos autobiográficos en la cultura queer internacional, y muy especialmente en las facultades más progresistas de las universidades de Europa y de las Américas, es simplemente inconmensurable (el título de la icónica y fundamental obra de Judith Butler, Gender Trouble [1990], es una referencia a Female Trouble [1974], uno de los filmes de Waters, por ejemplo). Finalmente, y ya en el plano de ser profeta también en su tierra, el 14 de diciembre de 2016 Waters fue anunciado como el ganador de 2017 del premio a la trayectoria artística que concede el Writers Guild of America, East. Su inductor será nada menos que David Simon, su compatriota (por eso de ser de Baltimore, una ciudad norteamericana muy… propia y peculiar, patria adoptiva también de Edgar Allan Poe y de Tori Amos, entre otras figuras liminales) y creador de la clásica serie de televisión The Wire. Desde ya, Waters ha declarado que considera que esta distinción es un verdadero honor, en vista de que viene de sus pares, ya que él, en definitiva, por encima de todas las otras cosas, y por encima del cine incluso, lo que ha sido es ser escritor.

El apogeo profesional de Waters es solamente relativo, sin embargo. Por esas cosas de la vida, y sobre todo porque en la industria cinematográfica de hoy (expresión extrema y casi distópica de la cultura del blockbuster de otrora) ya no hay presupuestos medianos sino sólo grandes millones para grandes superhéroes de cómics, la hasta ahora –pese a todos sus esfuerzos– última película de John Waters, A Dirty Shame, fue estrenada en 2004, y no parece que este auteur vaya a ser ya capaz de conseguir el financiamiento para ninguna más.

Es un ocaso extraño e indigno para un outsider como Waters: en el momento mismo en el que su obra se acerca al canon, en un acercamiento que es una paradoja histórica de magnitud proporcional al ímpetu transgresor e insultante original de esa misma obra, el director se halla en un mundo en el que todos lo conocen y muchos quieren ver, obsesivamente incluso, sus viejas películas, pero nadie está dispuesto a apostar por producir otras nuevas. Pocos estaríamos dispuestos a verlas, la verdad (yo siempre): después de A Dirty Shame, precisamente, que es un festín para fanáticos y una película competente pero también, sin lugar a dudas, el filme menos logrado de Waters (al menos de Mondo Trasho [1969] para acá), muchos le deben haber perdido la fe.

No estamos aquí, sin embargo, ante el arco narrativo convencional que se le aplica a prácticamente todo artista contemporáneo, según el cual el genio romántico, en un determinado momento, has got it, pero inevitablemente se excede en la autocomplacencia y, a menos que muera en la flor de la edad… just loses it, man. El declive creativo de John Waters no se debe tanto a que él haya perdido esa mirada despiadada sobre la esquizofrénica sociedad de Estados Unidos que lo convirtió en el mejor autor satírico de ese país desde Mark Twain, sino más bien a que el mundo se le ha movido… y se le ha movido mal.

En los años setenta del siglo pasado (tanto en Multiple Maniacs [1970] como en su archifamosa “trilogía del trash” conformada por Pink Flamingos, Female Trouble y Desperate Living [1977], esta última acaso su mejor y más radical película), el punto del cine de Waters era escandalizar no a la burguesía sino a la así llamada contracultura, aquella que se creía tan más allá de toda posibilidad de ser escandalizada: épater les hippies, si se quiere. La movilización de la iconografía más repugnante, el juego irreverente con los roles de género y con las adscripciones sexuales, el uso hiperbólico de narrativas violentas para contrarrestar el mito de “paz y amor” estaban, pues, dirigidos a encontrar los límites de la tolerancia del sector más tolerante de la población y, luego, hacerlo explotar y demostrar, también, sus propias intolerancias, en un ejercicio estético e ideológico claramente precursor del punk. La burguesía no era tomada siquiera como referente; no valía la pena, realmente, porque estos filmes pertenecían a un orden emergente que se sentía, consciente o inconscientemente, heraldo del mundo por llegar.

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