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¿Qué dejamos al salir del cine? (Parte I)

Pensando en esta pregunta fui recientemente, con la artista venezolana Anita Pantin, a ver Love & Friendship de Whit Stillman, basada en la novela de Jane Austen Lady Susan, en el cine Paris de Manhattan que, con el reciente cierre del Ziegfeld, es ahora la única sala de una sola pantalla en Manhattan. Los multiplexes han acabado con los grandes teatros del pasado para dar paso a minúsculas salas de pantallas casi del tamaño de una doméstica. Y con un valor promedio de catorce dólares por entrada y la gran oferta casera digital, extraña aún que el cine siga siendo un negocio.

Pero volviendo al cine Paris, se hace necesario destacar su fecha de inauguración, 13 de septiembre de 1948, cuando la actriz Marlene Dietrich cortó la cinta inaugural ante el embajador de Francia, pues la sala fue creada por la productora Pathé. Con capacidad para 581 espectadores, en aquella última sesión dominical Anita y yo fuimos sin embargo los únicos espectadores del balcón. Efectivamente, este es un teatro con balcón que recuerda, a la distancia de los años, el del cinema Paradiso de la película del mismo nombre, vista también en esta sala. Una sala donde, a lo largo de las décadas, incontables voces de actores, auteurs y espectadores se han hecho eco de las paredes acolchadas y las aterciopeladas butacas.

Recostado en una de ellas, me preparé para lo que Roland Barthes definió como “la situación cinemática”; un estado pre-hipnótico donde el mundo exterior va difuminándose y la rêverie se instala. Estado de ensoñación entonces, espoleado por el placer previo de habernos tomado un trago en el bar del hotel Plaza, al otro lado de la calle, y comentado los pormenores de las pequeñas historias de afectos comunes. Todo ello contribuyó a la estabilización de nuestra psique, tras el viaje en el metro de la línea A hasta Columbus Circle y una caminata a lo largo de Central Park. De hecho, el estrés, producto del viaje, quedó neutralizado por la atmosfera bucólica del parque y la acogedora atmosfera del gran cine vacío, dable ahí de ser apreciado en todo su grandeur.

Mi “deseo de ver”, en palabras de Christian Metz, unido a la perfecta combinación de teatro y film anticipaba, pensé, una fructífera experiencia. Estaba entonces listo para abandonarme a las imágenes que muy pronto cruzarían frente a mis ojos. Y aun cuando Metz no aludió concretamente al estadio pre-hipnótico en su modelo semiótico, sí apuntó, con Barthes, a la existencia de un placer anticipado en el espectador resultante de su “pasión por percibir”. Esto es, el deseo de satisfacer ciertos apetitos.

Un deseo, haciéndose inminente al quedar sumergido en la oscuridad de la sala, cuando permanezco aislado del exterior y a solas con mis propios temores. Ahí uno se siente vulnerable y objeto de la situación de ensoñación; lo cual no significa soñar, pues no sueño, sino implica estar despierto y alerta, porque sé que “yo soy el cine”. El olor a palomitas de maíz, el ruido de los demás espectadores, el chasquido del envoltorio de un caramelo, son los signos poniéndome sobre aviso acerca del lugar ocupado por mí, tanto en la sala como en la película misma.

Al ser un espectador urbano —de hecho, lo que más me gusta de Central Park es que me permite estar rodeado de verde pero sin perder nunca de vista a Manhattan— la dimensión del Paris me brinda el necesario anonimato a fin de estirar las piernas, echar un sueñecito, bostezar, sonarme la nariz o soltar unas lágrimas sin que nadie me vea. “Es en esta oscuridad urbana donde el cuerpo se libera”. Consecuentemente, mi cuerpo muestra su disponibilidad, relajándose y hundiéndose en la mullida butaca, en un gesto que abre mi yo al estadio hipnótico postulado por Barthes, permitiéndome simultáneamente llenar la brecha, apuntada por Metz, entre la situación fílmica y la ensoñación.

“En este punto, el gasto de energía muscular (voz y gestos) significa casi lo opuesto a lo que podría, en un primer momento, sugerir para un observador recién llegado de la gran ciudad y de sus anónimos y silenciosos cines” (Metz). Ciertamente, el anonimato y el silencio en la oscuridad disponen el terreno donde se desarrollará la interacción, con diversos grados de concientización en lo que a la situación fílmica respecta. Siendo este el caso, ¿cuán grande es la distancia entre esta y la ensoñación? En otras palabras, hasta qué punto voy a permitir que las imágenes me extraigan de la realidad y me sumerjan en un estado hipnótico. Considero que el monto de placer obtenido en la interacción me hará sentir más próximo a la realidad o alejado de ella. Por consiguiente, para alcanzar el estado de gracia, las imágenes deberán tener la propiedad de seducirme.

“Los detalles de la diégesis tienen que satisfacer mis fantasías conscientes e inconscientes lo suficiente para permitirme cierto gozo instintivo, y tal juissance debe mantenerse dentro de ciertos límites para no traspasar el punto donde la ansiedad y el rechazo empiezan a movilizarse”, nos pone sobre aviso Metz. Por tanto, lo que deje al dejar el cine dependerá de cuán exitosa sea la imagen fílmica, en su labor de fascinarme y seducirme. Como amante, como seductor, la representación en pantalla tomará el papel activo, desplegando en fracciones de segundo todo su charme para atrapar mi atención. En consecuencia, debo mostrarle mi disponibilidad ante la imagen —“tentarla”, en palabras de Barthes, y que me haga suya.

Al relajar el cuerpo y fijar la mirada en el significante cinemático dejo que la imagen “tome las riendas”, es decir, se aboque a estimular mi fantasía. Y dije “la imagen”, si bien se hace necesario incluir la banda sonora y los ruidos en la sala alrededor, pese a que Barthes afirme que “el sonido es tan solo un instrumento suplementario de la representación”. Aquí concuerdo más bien con Metz, quien asegura que imagen y sonido trabajan al unísono en su labor de tentar al espectador.

De hecho, al devolverme a la película que vinimos a ver, sería imposible evaluar el impacto de las imágenes si dejamos de lado el sonido. Tanto la música original de Mark Suozzo y Benjamin Esdraffo, como las composiciones de William Boyce, Handel, Purcell, Mozart y Vivaldi contenidas en la diégesis, son intrínsecas al sentido de las intrigas amorosas e intercambios epistolares de los protagonistas, sucediéndose en dorados salones y manicurados jardines. Aquí las confidencias, paseos y clandestinos encuentros se nutren del contrapunteo musical, añadiendo densidad al romanticismo característico en la novelística de Austen.

Otro componente importante del modelo concerniente al placer del espectador es el grado en que la imagen fílmica satisface nuestras expectativas. Algo que Barthes ha señalado como parte de la situación cinemática y Metz ha denominado “la fantasía de sentirse ilusionado”. En cierta medida, el éxito del binomio film-sueño para producir placer, depende de su capacidad de satisfacer el deseo de ver de la audiencia. En mi caso particular, tal deseo provino de la lectura del texto de Austen durante la adolescencia; esa edad tan impresionable donde esperamos encontrarnos con príncipes y princesas al doblar cada esquina, y cada desengaño amoroso se constituye en la mayor de las miserias. Quizás porque es la época cuando más conscientes estamos de nosotros mismos y el cuerpo, en términos de Michel Foucault, “es la superficie donde los eventos se inscriben (trazados por el lenguaje y disueltos por las ideas), en un estado de desintegración perpetua”.

Recuperar un estado similar, décadas después, afecta lo que dejaré al salir del cine, pues hace que las imágenes quedan inscritas en mi cuerpo fragmentado, empapadas por mi propia historia. El hecho de que “debo formar parte de la historia pero también tengo que estar en otra parte”, es consecuencia de tal fragmentación. Heme aquí “pegado a la representación”, pero también alerta de lo que ocurre en la sala alrededor; en esta particular noche, solamente la magnitud del silencio, del cual Anita y yo somos los únicos protagonistas. Fluctuamos entonces entre ensoñación y realidad, entre el estadio hipnótico y la certeza de nuestra presencia escoltada por 579 butacas vacías. Por tanto, lo que dejemos al salir del cine no solo quedará circunscrito al terreno de lo simbólico, sino que, al encenderse las luces y desintegrarse la oscuridad, permanecerá indeleblemente inscrito en el espacio real de la sala y sus ramificaciones, tal cual veremos en la segunda parte de este artículo.


Photo Credits: Anita Pantin

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