El roce hace el cariño, imagino, y con el tiempo me he ido sintiendo menos incómoda dentro de esta lengua abrupta, las aristas de los dativos, prefijos como pellizcos y verbos abriéndose paso a codazos al final de la frase. Los taconazos del alemán son ahora mocasines y a veces me quedo enganchada en un refrán (“Las mentiras tienen piernas cortas”) o un verso (“Sekunden tropfen/ins nächtlichen Nichts”*), o me río con un chiste infantil. (Wie heißt Anna, wenn sie nass ist? AnnaNass.)
A medida que te adentras en otro idioma, al girarte ves el tuyo desde otra galaxia. Cuando aprendí lo que significaba en inglés “estar en los zapatos de alguien”, descubrí lo bello que es “ponerse en la piel” de otro, por ejemplo. O el brillo dorado del “sí” cuando un francés lo toma prestado en vez del oui.
Esto me ha producido últimamente una especie de sarpullido acústico cuando noto la proliferación de joderes, mierdas, cojones y culos en español. Estás oyendo una tertulia política y antes de que te des cuenta alguien mandará algo a tomar por culo. Escuchas un podcast de humor y tendrás que disolver seis o siete terrones de coños. Yo misma tecleo estas palabras aun sabiendo que este texto estará a un link de distancia de cualquier persona, de cualquier edad, a cualquier hora.
Releí hace poco El Hereje de Miguel Delibes, quien sin duda sabía llamar al pan, pan (y hogaza, bollo, trenza, chapata, chusco, barra, pistola…) y me impresionó cómo habla de sexo o del dolor de arder en la hoguera sin usar un taco.
El primer problema no es la diarrea verbal de todos estos cojones, sino la abrasión y meteorización de cada palabra que dejamos de usar y la arenilla en la que entonces se convierte nuestro entendimiento. Definir lo que nos pasa y explicar lo que ocurre a nuestro alrededor requiere palabras.
En su novela 1984, George Orwell crea un mundo en el que se adormece a la población con pantallas para arrebatarles la capacidad de manejar conceptos complejos. Los dirigentes aspiraban a imponer un diccionario más y más fino, eliminando palabras respecto a la versión anterior. A menos palabras, menos conceptos, menor capacidad crítica.
Las palabras nunca son transparentes, escribió Nietzsche. Las usamos como paraguas para protegernos de la indiferencia del universo. Para darle sentido a las cosas. Cuando abandonas un adjetivo al fondo del armario y todo es cojonudo, cierras una puerta que podría ser como la de Coraline en la novela de Neil Gaiman.
Un segundo problema es la grasa fácil de estos términos. La finalidad principal de decir “¡Por mis cojones!” en vez de “¡Ni en broma!” es sacudir. Pero si pones tus cojones en juego diez veces al día, al final, no solo corres el riesgo de perderlos, sino de no provocar ningún efecto con ellos.
Ursula K. Le Guin escribe con humor en Would You Please Fucking Stop?: “Una y otra vez leo libros y veo películas en las que nadie, joder, dice nada excepto joder, a menos que digan mierda. Es decir, no parece que dispongan de ningún otro adjetivo para describir lo jodido excepto jodido, incluso cuando, joder, joden. Y dicen mierda cuando están jodidos. Cuando todo se va a la mierda, dicen mierda, o dicen oh mierda, o dicen oh mierda estamos jodidos. La imaginación que esto requiere es pasmosa. Literalmente, quiero decir”.
Estoy convencida de que hay un efecto relajante en gritar mierda cuando se estrella el móvil contra el suelo, o joder cuando le das a la columna del aparcamiento. Nada sustituye un buen a tomar por culo cuando abandonas algo de lo que estás harta. Incluso la congresista estadounidense ultraconservadora Sarah Palin recurrió a un cojones (sic) hace unos años y Emma Byrne dedica todo un libro a “Por qué decir palabrotas es bueno para ti”, desde la liberación de estrés a la muestra de familiaridad. Pero quizás deberíamos recuperar el centro del espectro.
No defiendo regresar al canastos o al cáspita de Los Cinco y Los Hollister de los ochenta, pero sí apuntalar el umbral de lo que somos capaces de decir o imaginar, de cómo nos vemos a nosotros mismos y, sobre todo, de cómo tratamos a los demás.
Los grandes monstruos, los de verdad, no llegan de repente. Se acercan poco a poco y suelen empezar enmoheciendo palabras. El alemán, con su lentitud y su precisión, sabe de eso.
*Nacht VI. Rose Ausländer.