Una pareja adulta camina con su hija adulta. La hija y el padre van delante, unos pasos atrás, la madre luce cansada aunque se apura, trata de escuchar, hasta que dice alguna cosa, insiste, gesticula un poco para hacerse notar. Se voltea la hija sin pausa, en realidad nunca ha dejado de escuchar a la madre. Con el dejo de haberse armado de paciencia desaprueba a su mamá, y puede decirse que no es la primera vez, también luce cansada. El padre ni voltea. La madre no se inmuta, ensaya cierta altivez por mostrar dignidad, a pesar del montón de tristeza que lleva acumulada y callada en el lomo que se le encorva a sus espaldas, de vivir fuera del ámbito de aprobación por mucho tiempo. Es una escena mil veces repetida en cualquier calle de cualquier ciudad. Eso que llaman Edipo.
¿De qué está hecho el espíritu de una mujer de 1,50 de estatura y 60 de edad, que a pesar de los 9 grados de primavera fría, se pone las sandalias para lucir la pedicure verde fosforescente en un pie, rosado fosforescente en el otro? Extranjera, emigrante, probablemente sin papeles… pero de algún lugar le proviene, sin complejos, esa suerte de la alegría de vivir. Que es una suerte.
El hombre fornido y cansado, de pie en el metro que cruza el East River por el puente dejando ver el paisaje, llena un crucigrama en hora pico. No queda espacio para un codo más, mucho menos moverse en medio de tanta historia de vida junta, tanto muslo, zapato de goma y paquete, melenas y atuendos, tanto teléfono, cada quien en lo suyo, juntos y revueltos en el mismo tren, aunque no hacen el mismo viaje. El fornido de esta historia encuentra la manera de agarrarse del tubo con la mano que sostiene el bolígrafo y viaja sin caerse, sorteando el vaivén del tren por llenar el crucigrama que lleva en la otra mano. Nadie lo mira, él no mira a nadie. Pareciera haber cruzado una frontera, pareciera que va en viaje automático por la vida, con poco que inventar, poco que perder, más allá del bien y del mal.
A pesar de emails, WhatsApp, Messenger, Snapchat, fcbk… los buzones azules de correo, insisten aun en las esquinas de NYC. Los más jóvenes pasan sin verlos. Son sobre todo personas mayores las que acuden a depositar algunas palabras en su ventana. Un hueco sin retorno. Una vez que depositas el sobre en la pestaña batiente del buzón y la cierras, no hay manera de recuperarlo. No queda lugar para el arrepentimiento. Tampoco para estar seguro de que el sobre verdaderamente cayó en el sitio justo donde el cartero lo encontrará para llevárselo a la dirección donde el destinatario espera tus líneas, en el mejor de los casos. Los señores y señoras que con pausa se acercan al buzón y depositan sus cartas, sus solicitudes, amores o reclamos, luego pasan muchos minutos tratando de asegurarse de alguna manera de que el sobre fue a parar donde debía. Abren y cierran la ventana, tratan de meter el brazo, se asoman, vuelven a abrir y cerrar y a ensayar de nuevo entrar de alguna manera. Miran obsesivamente el buzón en busca de alguna seguridad. Pero son buzones diseñados contra todo viejo. Como los días que corren… a prueba de viejos.
En toda familia hay cosas de las que no se habla. Viendo los grupos familiares que viajan juntos uno puede jugar a adivinar de qué no se habla en esa casa. Sin riesgo a errar demasiado, a partir de lo que se dice se puede terminar por saber lo que no se dice, sin dificultad. Lo que las normas de un determinado grupo humano prohíben nombrar explícitamente, lo innombrable, que carga de su contenido a todas las otras cosas, a los otros nombres. Es aquello a lo que siempre se alude sin nombrarlo. En entrevista publicada por el New York Times, -15/05/2017, ‘Los latinoamericanos están pensando todo el día en la muerte’-, dice Juan Rulfo sobre el tabú.
Asesino, mentiroso, corrupto, ladrón, cobarde, ilegal, descarado, desgraciado, vendido, torturador, hdp, hdlgp, cdsm, ercdsm, dícese del gobierno venezolano.