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Francisco Martínez Pocaterra

De traiciones y otras satrapías

Es difícil no ver con recelo, aun odio, la intromisión de Cuba en nuestras vidas. Un felón nos vendió, nos entregó por un repugnante amor pueril. Chávez, un iletrado fácil de timar, por esa ceguera de tantos por un estafador que hundió a su país en la miseria y a quien nada hay que celebrarle ni agradecerle, permitió que una potencia extranjera – un cachivache de país – nos invadiera.

Acusaba este militar de poco coraje y escasas ideas a los dirigentes de haber entregado nuestro país a los Estados Unidos. Mentía. Y mentía a sabiendas. La ocupación de Venezuela ocurrió únicamente durante su mandato. Indignos son los militares que han permitido semejante abominación. No obstante, no han sido solo estos los deshonrosos, sino un sinfín de intelectuales, que, sin pudor, loaban la «dignidad» de un tunante.

En 1989, un grupo variopinto de intelectuales y artistas, cultores populares, empresarios de medios y un largo etcétera de personajes (911, para ser precisos) saludaban al «conductor fundamental de la Revolución Cubana», defensor de «la dignidad de su pueblo y, en consecuencia, de toda América Latina» (hasta asco causa semejante lisonja a quién engañó a su pueblo con promesas que no iba a cumplir y que, al decir de unos, llevaron a Haydee Santamaría al suicidio).

Nuestra fauna intelectual – en la que se reúnen bajo el mismo pabellón a compartir un convite tanto genuinos eruditos como bufones de la farándula artística – ha sido, por decir lo menos, badulaque. Y firmar tamaña exaltación a un dictador (tanto o más que el odiado Augusto Pinochet) es una evidencia de ello. No obstante, a su favor debo decir que no son ellos los únicos. En Europa sobran los necios que, bebiendo café y fumando cigarros Monte Cristo en algún bistró de Montmartre, celebran un guerrillero latinoamericano (siempre que se quede en estas tierras al otro lado del Atlántico), e incluso los hay en Estados Unidos, como el periodista Michael Moore o el actor Sean Penn.

Se entiende pues, que, en los círculos académicos, por así llamarlos, celebren un libro plagado de embustes y fábulas, como «Las venas abiertas de América Latina», de Eduardo Galeano, y no un ensayo serio y bien documentado como lo es «Del buen salvaje al buen revolucionario», de Carlos Rangel. Cosas propias de una sociedad banal que atiende más a las lisonjas espectaculares que a la profundidad del pensamiento.

Era obvio que, frente a una matriz de opinión sesgada por la ceguera de tantos, heredada de aquellos, a su vez, por otros tantos más en las aulas de la UCV, emergieran los verdugos y sepultureros de la democracia venezolana, llamada puntofijista para hacer de este término, un eufemismo para la malsana y suicida campaña de descrédito hacia nuestra democracia. Y no fueron solo los 911 firmantes de aquel adefesio, sino muchos más, que, alienados por esas sandeces antiestadounidenses, suma de complejos más que un genuino estudio sobre Estados Unidos y su posición frente a las Américas, siempre corearon estribillos y estrofas superficiales, porque fútiles, tanto como las hermanas Kardashian (que con su trivialidad han construido una importante fortuna), se apegaron a la moda entonces.

La consecuencia fue el hijo dilecto del gran felón del Caribe: Hugo Chávez. Cual Henri Philippe Petáin bananero (sin las credenciales académicas del mariscal francés, héroe de la Primera Guerra Mundial), hizo de su gobierno un émulo del de Vichy, solo que, en lugar de alemanes nazis, el suyo era títere de comunistas cubanos.

No necesito investigar nombres. Al fenómeno Chávez – estafador taimado, educado en las artes del embaucamiento de incautos por un maestro, Fidel Castro – se sumaron voces que, en su momento, influenciaban la opinión pública. Gracias a ellos, nuestra democracia pasó a ser el «oprobioso puntofijismo» y un felón artero, el caudillo de la salvación.

Hoy por hoy, después de 32 años de la firma de aquella carta y de los sucesos del Caracazo (que un tramposo embustero como lo fue Chávez se atribuyó su autoría, lo cual resulta poco creíble luego de la chapuza del 4 de febrero de 1992), Venezuela colapsó y nuestra soberanía se perdió en los delirios infantiles de un ignorante primero, y luego en la madeja de compromisos y chantajes creados por los cubanos para hacerse de nuestro petróleo, de nuestros recursos… para hacer de Venezuela un protectorado, y sus mandamases, meros emisarios del régimen castrista.

Pétáin fue condenado a muerte, por alta traición. Y si bien sus actos homéricos durante la Gran Guerra (1914-1918) le salvaron de la pena de muerte, pasó a la historia como un traidor y no como un héroe. Nuestros traidores, y lo son ciertamente, no sufrirán el fusilamiento de espaldas al pelotón o la horca, pero mal pueden quedar impunes. Haber regalado nuestro país, nuestra suerte, a los hermanos Castro y al títere de Díaz Canel no puede ni debe perdonarse jamás.

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