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Francisco Martínez Pocaterra

De sus pecados y otros crímenes

Simplemente, no creo en fetiches

Leí en estos días, no sin cierto desasosiego, un artículo de la destacada periodista Milagros Socorro sobre José Ignacio Cabrujas. Refiere más que al tono folklórico – costumbrista le dice la cronista zuliana – de sus artículos, obras de teatro y telenovelas (reconozco que en lo particular siento cierto desdén por este género, pero esas son vainas mías), a un artículo publicado en el Diario de Caracas días después del alzamiento del 4 de febrero de 1992 y de sus reclamos para que liberaran a los golpistas.

A mi juicio, este fue un pecado imperdonable del dramaturgo. Se refugiaba en la excusa baladí de ser el discurso idiota (sí, idiota) de los militares alzados «un clamor popular», en especial el cargamento de lugares comunes y bobadas propias de una izquierda idiotizada por patrañas empedradas con las fábulas y embustes que intoxicaban a Chávez. Me trae todo esto pues, a la responsabilidad que en este desastre tiene buena parte de los intelectuales venezolanos.

Al igual que el autor de «El día que me quieras» (la obra del reconocido dramaturgo que más veces ha sido llevada a las tablas), no fueron pocos quienes impíamente apalearon a la democracia venezolana. Como gandules pendencieros, se dedicaron a demoler a palos un orden que si bien era imperfecto y arrastraba vicios pasados (muchos de ellos heredados de los tiempos coloniales), era mejorable sin tanta retórica destructora (propia de los caudillos y salva-patrias). Su crítica descarnada no se volcó sobre los hombres y mujeres que con sus yerros desnaturalizaron la idea de país planteada en Puntofijo, sino sobre los partidos e incluso, el propio sistema democrático.

Lo sé, la excarcelación de los felones – como les llama Socorro en su artículo – era un clamor popular, pero, y en esto necesito ser muy enfático, también lo fue la del caudillo nazi tras el «Putsch de Múnich», y su gobierno, ampliamente aplaudido por las masas. Sabemos, desde luego, al hombre le cuesta aprender. No era solo una postura de Caldera – el primero en agitar los estandartes de la guerra contra la democracia que él mismo ayudó a crear y que pateó por razones mezquinas -, sino de muchos… y entre tantos, también de los que en esos años se ufanaban de ser llamados intelectuales.

Les dieron a Chávez y sus conmilitones un cheque en blanco, porque eran portavoces del clamor popular. Tamaña idiotez. Le ungieron como el mesías redentor que, al igual que tantos otros en el pasado; de «salvadores», muy pronto pasaron a ser tiranos déspotas.

La lista de «pensadores» que en 1992 apoyaron – abierta o soterradamente – a los golpistas es larga e incluye a hombres como Ernesto Mayz Vallenilla y Jorge Olavarría (distintos en sus formas de ser, igualmente cultos y bien formados), Miguel Henrique Otero (dueño de un medio muy crítico y quizás el más leído entonces), Mikel de Viana y un largo etcétera de nombres respetados. Hoy, muchos de ellos estarán arrepentidos y, supongo yo, que tal vez sea ingenuo, en la soledad de sus más íntimos recodos entenderán qué tanto la cagaron.

En estas horas terribles, chillan y vocean (no sin incurrir, repetidas veces, en su atorrante petulancia), pero no reconocen que fue su soberbia la que ayudó a demoler las instituciones democráticas y darle a un felón impenitente un inmerecido regalo por ser portavoz de un reclamo popular, posiblemente justo pero tratado de la peor forma imaginable. Demostraron ellos, muchos de los analistas de entonces, no solo una altivez intragable que aún hoy les pudre las tripas, sino una superficialidad imperdonable en personalidades con su formación académica.

No niego los méritos de José Ignacio Cabrujas, como tampoco los de incontables pensadores que en sus áreas han sido valiosos y destacados, y que, sin dudas, han aportado mucho a la sociedad venezolana. No obstante, su erudición no les exime de ser cómplices de una felonía que ya supera las dos décadas… por lo contrario, les agrava sus pecados.

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