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De paseo por Caracas

Salgo en auto, remendado hasta la saciedad porque en estas tierras socialistas, un auto nuevo es un lujo que solo pueden pagarse los burócratas del régimen. Las lluvias de mayo demoran. Aún no nos inquietan las diarreas propias de la época. Las matas de mango tan comunes en Caracas todavía no maduran sus frutos. El tráfico, que en otros tiempos colmaba las calles, alejaba los destinos y demoraba los encuentros, fluye con rapidez… recuerda la temporada de vacaciones escolares, cuando la congestión vehicular aminoraba. O esos días entre el Domingo de Ramos y el Miércoles Santo, fecha en la que miles de caraqueños recuerdan al Nazareno de San Pablo, aunque, vaya uno a saber por qué, ya no acuden como sí antes a la basílica de Santa Teresa en el centro de la ciudad y prefieren pagar sus promesas en las procesiones locales.

Cruzo del sur al norte en un santiamén por uno de los escasos puentes que ayudan a saltar el Guaire, cuyo rescate fue prometido. Si bien aún no es posible bañarse en sus aguas sin enfermarse seriamente, en ese cauce legamoso y pestilente, en esa herida putrefacta en la grieta que es el valle de Caracas, hombres teñidos del mismo color de sus aguas inmundas, hurgan como gambusinos en el lecho, buscado cadenitas, sortijas y pendientes de oro, arrastrados por los verdaderos afluentes del río: las cloacas. Ya llorará la joven que en alguna alcantarilla perdió ese colgante obsequiado por su novio, un empleado bancario, abogado quizás, que empeñó su sueldo para comprarla por partes. El hedor repugna. La prolongación del verano espesa su caudal y en las zonas donde más apura su paso, Bello Monte y las Mercedes, revuelve la mierda amontonada de unos tres millones de habitantes.

Las exuberantes faldas del Ávila (me niego rebeldemente a llamarlo Waraira Repano) entre las quebradas de Chacaíto y Tócome parecen un remanso en medio de la depauperación de una ciudad llamada alguna vez «la sucursal del Cielo». Y aun así, inmerso en ese paraíso inventado, en ese gueto que nos hemos creado, cuando pretendo comprar unos sapotes en el supermercado «El Patio» de Los Palos Grandes, me encuentro con un hombre lloroso, mendicante, mugriento, que rogaba – y recalco este vocablo – por un saquito de harina de maíz y algo para rellenar las arepas, para que su familia matara el hambre al menos esa noche; ese vacío en el estómago que les calcina el alma y les siembra odio en el cuerpo como un virus su veneno. Cuando se lo obsequié, sollozando me dio las gracias y echó a andar calle abajo. Sentí dolor, y por qué carajo voy a negarlo, desprecio hacia los gobernantes… incluso, odio. Un odio visceral y penetrante.

Mientras conduzco, mientras paseo por las calles de Los Chorros, rotas, maltrechas y sucias, no solo veo a familias cosechando de la basura amontonada en las esquinas, sino que advierto cuanta gasolina me queda en el tanque. Por ello, mi paseo, de esas pocas cosas que aún podemos permitirnos los caraqueños, debió reducirse a una cola para poner gasolina. Si alguien me hubiese dicho en mis veinte que padeceríamos escasez de combustible, yo hubiese largado una carcajada estridente y tal afirmación la habría calificado como una pendejada delirante. Espero para llenar el tanque y pagar veinte soberanos, unos dos mil millones de bolívares de los que sí fueron fuertes, por un producto cuyo precio, unos 0,0004 bolívares soberanos, no puedo pagar porque no hay moneda para ello.

Regreso, al atardecer, cuando aún hay luz, porque podría ocurrir otro apagón como el que semanas atrás me mantuvo viviendo en el medioevo durante once días. Ceno, una arepa con queso, y doy gracias a Dios porque puede ser del amarillo, y vuelvo la mirada sobre la ciudad en la que crecí y ¡cuánto hemos perdido después de 20 años de socialismo, de caudillos y de sinvergüenzas!.

Mientras bebo un café, aguado y por ello, soso como el amor carnal sin sexo, miro a mis gatos jugar a través de la ventana de la cocina y con un mal sabor en el alma solo repito una vez más: coño de su madre.

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