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De Madrid a La Mancha en el cine de Pedro Almodóvar (Parte II)

Como un actor que, entre bambalinas, espera una imagen, la pronunciación de una palabra, una luz, para adentrarse en el espacio de lo abierto, de la mirada, del Otro, así el héroe sádico espera, en el ensayo orgiástico de cada noche, la formación de una escena en que la realidad será el dibujo de su deseo.

Severo Sarduy

Realidad y deseo se imbrican en Todo sobre mi madre para crear un espacio de encuentros y roces entre los personajes. La cámara en un juego de plano-contraplano superpondrá páginas del diario de Esteban y del rostro de Huma-Blanche, enfatizando así el enfrentamiento y posterior fusión entre escritura y espectáculo, ficción y realidad, cordura y locura, sadismo y masoquismo; cual binomios puestos a sostener la trama de amor y odio en dos ciudades igualmente enfrentadas, pero del mismo modo complementarias: Madrid y Barcelona.

Será en Barcelona donde Agrado y Lola ―el amigo y el ex marido, respectivamente, de Manuela― al travestirse, hagan de su cuerpo escenario último de la simulación, logrando, y vuelvo a Sarduy, “ser cada vez más mujer, hasta sobrepasar el límite” y empinarse, en su desmesura, por encima de lo femenino. Igualmente, cuando Nina abandone a Huma por un hombre y Manuela vuelva a Madrid, ellas dejarán el teatro, las “bambalinas” y, adentrándose “en el espacio de lo abierto”, que la película enfatiza mediante las panorámicas urbanas y los planos picados al tren desplazándose entre ambas ciudades, recuperarán finalmente el control sobre sus propias vidas.

La soledad, la enfermedad, la locura y la muerte también tienen en Hable con ella (2001) al trazo del texto, la escritura del cuerpo y el lenguaje de la imagen fílmica con, una vez más, la ida ―aquí huida― de Madrid, al campo como respuesta a las dependencias de todo tipo: “Ángela y yo viajábamos mucho. El pretexto era escribir una guía turística sobre algún lugar exótico, pero la realidad era alejarla de las drogas; huir de Madrid. La vida en Madrid era un infierno. Nuestra relación solo funcionaba en la huida. Después de intentarlo durante cinco años y siete guías turísticas, la traje aquí a Lucena con sus padres…. Ellos se encargaron de alejarla definitivamente de las drogas y de mí”, confiesa la voz en off de Marco a Nydia, sobre las panorámicas del auto que, “en el espacio de lo abierto”, los lleva a la plaza de toros donde Nydia tendrá el accidente que la dejará también en coma.

Esta doble pérdida de Marco, y de la cual escapar de Madrid hacia el campo fue el impulso, tiene en la relación entre Benigno y Alicia a la ciudad como “estado mental”, diría Jean Paul Sartre, y tatuaje sobre el cuerpo en línea de fuga: “He leído todas las guías turísticas que me diste. Ha sido como viajar durante meses contigo al lado. Contándome las cosas que nadie te cuenta de los viajes. Mi guía favorita es la de La Habana… y me identifiqué mucho con esa gente, que no tiene nada y que se lo inventa todo… cuando describes a esa mujer cubana apoyada en una ventana frente al Malecón, esperando inútilmente, viendo cómo el tiempo pasa sin que pase nada… pensaba que esa mujer era yo”, le dice Benigno a Marco en la prisión, por haber embarazado a Alicia, aún en estado de coma, poco antes de suicidarse.

Como Severo Sarduy en Pájaros de la playa, la geografía urbana es aquí el comienzo de un adiós. “Deshabitando el cuerpo” Benigno también se instala vicariamente frente al mar de Cuba: “te escribo momentos antes de fugarme… espero que todo lo que me he tomado sea suficiente para entrar en coma”, le repite a Marco, con la ciudad como imagen neobarroca de fondo, en un montaje donde la cámara recorre en primer plano fragmentos de la guía turística, superponiendo en plano medio el cuerpo de una mujer frente al Malecón.

Es entonces el ruido del mar contra las puertas de la ciudad, cual remanente de los viajes que Benigno solo realizó imaginariamente, al no haberse movido nunca de Madrid para cuidar, primero la invalidez de la madre y después a sus pacientes en estado de coma, lo único que impide, como en la última entrega sarduyana, que el tiempo se retire del cuerpo antes de este tener oportunidad de escribir todos sus recuerdos. Igualmente, logra que los desplazamientos geográficos, enmarcados por la ciudad como lugar de la simulación, sean algo más que una memoria, en el sentido que Paul Virilo le da a aquella, es decir, el de recolección de una unidad que se desintegra por las constantes mutaciones, como consecuencia del éxodo propio de la sociedad post-industrial.

La mala educación (2004), por otro lado, se hace eco de estas observaciones con una intensidad muy particular. Ello, utilizando también un texto y el recuerdo como detonantes de la acción, entre la ciudad y la provincia de donde los caracteres también provienen y a donde regresan después de morir, o a buscar las pistas que clarifiquen los porqués de esas muertes y su propio lugar dentro de ellas.

Escritura y memoria desde la dislocación temporal urbana tienen, pues, el poder de reconstruirlas para Enrique. Esto mediante el relato “La visita” “escrito mucho antes”, casi a su llegada a Madrid, por Almodóvar mismo. El texto de Pedro/Ignacio se convierte ahí en referente de la imagen filmada a medida que Enrique lo lee en una vuelta, siempre fragmentaria, a la región manchega donde el director vivió en carne propia la educación católica salesiana y el cine del franquismo, en cuyas precarias salas las familias de postguerra, con la merienda y la costura, se reunían a media tarde. Un cine que privilegiaba el kitsch de los musicales, las adaptaciones históricas y el melodrama nacional e importado de Hollywood.

Las transiciones entre la historia de Enrique e Ignacio, a través de Juan-Zahara, y las vueltas a la infancia de aquellos dos jóvenes, son sin duda los mejores momentos de La mala educación; pues se suceden imperceptiblemente ante los ojos del espectador, inmerso en el universo almodovariano de pasiones enfrentadas, desacralización de los valores tradicionales, choque de sexualidades opuestas, desplazamientos del paisaje urbano al rural, y mutaciones físicas y psíquicas de los protagonistas.

Otros trabajos de Pedro Almodóvar como Pepi, Lucy y Bom (1980) y Laberinto de pasiones (1982), se convierten aquí en alusiones directas porque el relato fílmico también recrea aquella época de la movida madrileña y sus excesos, lo cual le permite a Almodóvar, con un dominio técnico entonces inexistente, retomar los usos del kitsch que tan productivos se mostraron en la primera etapa de su filmografía.

Esto en las escenas donde la casa urbana de Ignacio con toda su parafernalia kitsch espejea, mediante el camp de los vestidos que el joven favorece, la vida gay resuelta en el pueblo como melodrama, al llevar al padre a la bebida y a la muerte, a la madre a las enfermedades del corazón; y a su hermano Juan a odiarlo hasta huir, él también, del mundo rural para, asesinando a Ignacio con la complicidad del padre Manolo, intentar usurpar su lugar en el cine y el corazón de Enrique.

La fragmentación del espacio fílmico en múltiples episodios, entre Madrid y La Mancha, entrecruzándose como paisaje con los vaivenes en la cronología de los caracteres, tiene en Volver (2005) su expresión más certera, pues el pueblo no es solo escenario sino que con Madrid se torna finalmente protagonista: “sin duda esta es mi película más estrictamente manchega: el lenguaje, las costumbres, los patios, la sobriedad de las fachadas”, apuntó el director. Con ello Pedro Almodóvar vuelve literalmente a la geografía que lo vio nacer, y a la sociedad que lo oprimió entonces y se integra a la diégesis como centro de las relaciones de poder, en el sentido dado por Michel Foucault al término, es decir, como “pluralidad de puntos de resistencia” que Raimunda, Sole, Vicenta, Agustina ejercen entre sí, mientras van desentrañando la red de frustraciones, pérdidas y excesos motorizados por la intolerancia de lo masculino, presto a desaparecer violentamente de la vida de la protagonista, como en ¿Qué he hecho yo para merecer esto! (1984).

Entre la Solana manchega y el barrio madrileño de Tetuán por Cuatro Caminos, ellas se desplazan y viven sus historias: madres, hijas, hermanas, amigas buscando reconciliarse y afrontar el “temido encuentro con el pasado que vuelve”, tal cual espejea el tango que da título a la película, y Raimunda canta para exorcizar las consecuencias de tanta intemperie.

Será entonces en lo familiar del espacio casero, ya sea el apartamento madrileño o la casa manchega, puntuado por los primeros planos de la comida y los electrodomésticos, donde ellas encontrarán la seguridad que el afuera les niega, y Almodóvar enfoca como homenaje el paisaje de sus comienzos. No en vano es la imagen de la casa en la secuencia final, que la cámara recorre una vez Vicenta ha dejado definitivamente Madrid y se ha convertido nuevamente en fantasma para cuidar de Agustina, lo que el director nos ofrece para apuntalar las directrices de su propio regreso, al origen y a la madre.

“No se me ha aparecido todavía pero siento su presencia más cerca que nunca”, apunta refiriéndose a aquella, pudiendo así también él reconciliarse con el paisaje interior. Ese entorno psíquico configurado a partir de la continua presencia del lugar que se habita, independientemente del espacio geográfico que nos acoge, y que, a pesar de los desplazamientos físicos, permanece tatuado para siempre en la piel y en la memoria; tal como la más reciente producción Dolor y gloria (2019) atestigua, al cincelar la biografía del director desde su infancia aldeana hasta su madurez urbana.

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