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De Madrid a La Mancha en el cine de Pedro Almodóvar (I)

La vida en la ciudad es lo menos parecido
a lo que un ser humano necesita.

Pedro Almodóvar

Con la excepción de la ida en tren a Barcelona de Todo sobre mi madre (1999) y los regresos a Valencia en La mala educación (2004), Pedro Almodóvar ha hecho del Madrid de las cuatro últimas décadas protagonista de su filmografía. Desde tal avidez el cineasta reinventa su ciudad desmantelando la cultura hispánica, al reinsertar elementos pertenecientes a la tradición española dentro de la modernidad urbana. En este sentido, Madrid incorpora la imagen de lo rural desterritorializándolo, a través de personajes con un doble comportamiento: insertos en la metrópolis pero cuya procedencia aldeana les hace devolverse al campo como nostalgia, con lo cual se mimetizan dentro de la urbe pero sin perder sus rasgos autóctonos.

El contrapunteo entre ambas geografías a través de la memoria, traza el mapa urbano almodovariano desde Pepi, Lucy y Bom (1980) hasta Volver (2005) que, como su título indica, le da pie al directo para regresar autobiográficamente a sus raíces y reconciliar ambos espacios. Para lograrlo, Almodóvar integra en dicho mapa el desorden vertical modernista, el impacto del crecimiento demográfico como herencia barroca con todas las tensiones que ello genera, y la idea renacentista de compaginar la escala humana y la urbana que los protagonistas muchas veces alcanzan aferrándose al objeto kitsch.

Ello le ha permitido llevar hasta la irrisión la ideología del estamento patriarcal, con todas sus tradiciones, fiscalizaciones e intransigencias, exponiéndolo a la mirada de un país que, desde la vuelta a la democracia a principios de los años ochenta, no solo se ha equiparado al mundo industrializado, sino que lo ha superado en cuanto a legislación social, constituyéndose España en un lugar muy sugerente, dada la xenofobia, homofobia y fundamentalismos contemporáneos. Y esto a pesar de Madrid haber sufrido directamente los embates del terrorismo internacional.

Lejos queda entonces el país del racionamiento y las misas masivas, durante la postguerra y el primer franquismo, cuando bajo la dirección de Florián Rey, Benito Perojo, Juan de Orduña, José Luís Sáenz de Heredia y Rafael Gil, las producciones nacionales glorificaban el estamento rural y las gestas de los vencedores, obliterando los avances que, en materia social, se gestaban en los Estados Unidos y Europa occidental. Si bien los últimos tiempos han sido de repunte de las intolerancias por parte de amplios sectores de la población, espoleados por grupos ultraderechistas como el reciente creado partido Vox y la agresiva actitud de los políticos catalanes para separar a la región del resto de España.

La inversión de tal ecuación, iniciada en los años ochenta con el reaganismo norteamericano y la tatcherización británica, ha llevado a que, en el creciente conservadurismo de las sociedades más desarrolladas, el entorno geográfico se viva hoy como estremecimiento ―lo que Manuel Vázquez Montalbán llamó “la tierra como emoción”― cual detonante de las pasiones enfrentadas entre los centros y la periferia. Ello se traslada a la cinematografía almodovariana, mediante los desplazamientos que moviliza a sus protagonistas, entre la ciudad donde residen llevados por una ilusión de bienestar, y el campo mitificado en la distancia y hacia donde sueñan un posible o imposible regreso.

En el retorno a las ruinas de lo que abandonaron al irse, cual es el caso de Ricky en ¡Átame! (1990), o quedó suspendido en el tiempo, como sucede con la casa de Raimunda y Sole en Volver, los personajes encuentran un refugio o una prisión, pues esas paredes donde indistintamente ellos se asilaron o exilaron forman parte de un imaginario del cual no pueden desprenderse. Un imaginario que de cierta manera se opone, o sirve de defensa, contra los embates de una cultura urbana que los supera, transformándolos en caracteres “excéntricos”, en el sentido dado por Omar Calabrese al término, es decir, “alguien que sitúa su propio ‘centro’ de interés o influencia desplazado hacia la periferia del sistema o de sus márgenes”.

Es así como encontramos dentro del convento de Entretinieblas (1983) en la madrileña calle Hortaleza a sor Perdida con sus gallinas y su tigre tocando los bongos y fantaseando con el regreso a Albacete. Y en el apartamento de ¿Qué he hecho yo para merecer esto! (1984) ubicado en el periférico barrio de la Concepción, observamos a la abuela y al nieto quienes, tras ver Splendor in the Grass (1961), ambicionan irse a vivir al pueblo y “poner un rancho como en la película. Igualmente Leo, en La flor de mi secreto (1995), tras tomar una dosis letal de tranquilizantes, escucha desde la contestadora telefónica la voz de su madre diciéndole que quiere volver a su pueblo y dejar Madrid; una voz que la devuelve a la realidad impidiéndole suicidarse.

Esta conexión siempre problemática entre ambas geografías, espejea la del propio director con su lugar de origen, donde tan claramente se observa la tensión entre el poder de lo masculino y la rebelión de lo femenino ante tal desmesura, como constantes en su filmografía. Volviendo a La flor, Almodóvar apuntó que: “No fui al pueblo aquel verano, pero hice que Leo fuera con su madre a Almagro, un pueblo situado a 30 Km. del mío, y que representa la esencia manchega. Y escogí para su llegada una calle muy similar a donde aún vivía mi madre. Y escribí para Chus Lampreave diálogos que le he escuchado mil veces decir a ella. Y fotografié los interminables campos de tierra roja cuarteados por el sol. Campos manchegos, con sus olivos color ceniza, que parecen no tener fin. Y a Chus recitando ‘Mi aldea’ cuando llegan a Almagro, un poema que mi madre todavía recitaba entonces”.

De manera similar, al referirse a Todo sobre mi madre indicaba que: “Hace 40 años, cuando yo vivía allí, La Mancha era una región árida y machista en cuyas familias el hombre reinaba desde su sillón tapizado de vinil. Entretanto las mujeres eran quienes, calladamente, resolvían los problemas, teniendo a veces que mentir para lograrlo. Contra ese machismo manchego que recuerdo de mi infancia, quizás exageradamente, las mujeres disimulaban, mentían, escondían; y de ese modo la vida seguía su curso sin que los hombres llegaran a enterarse de lo que verdaderamente pasaba”.

La diferencia estriba en que para el director esos regresos, inversamente a los de los caracteres de sus películas, no han sido melancólicos sino más bien turbadores, al evocar desde lo autobiográfico el atraso y la intolerancia, como consecuencia del desfase sociocultural de España durante un franquismo al cual, hasta Carne trémula (1997), Pedro Almodóvar le negó, incluso, la memoria.

Del mismo modo, al yo preguntarle durante la rueda de prensa del 44 New York Film Festival, tras la proyección de Volver, si aún se negaba a ese regreso, el director comentó que: “Con esta película he visto mi infancia sin nostalgia, cara a cara, reconociéndome en ella. Y lo que he visto en mi futuro es mi propia mortalidad”.

El paso del tiempo y su recuperación, a través de la memoria, mediante un cine que, como la ciudad barroca, propone “un espacio fragmentado en múltiples episodios” es, a mi entender, el hilo conductor de la filmografía almodovariana a partir de La flor de mi secreto; con un regreso a la geografía manchega deslastrado del camp presente en sus vueltas anteriores, a medida que esa mortalidad ―la suya, la de la madre, ya acaecida― adquiere singular urgencia.

Es así como en Todo sobre mi madre tales elementos se imbrican en la diégesis a través de la escritura, cual único rastro de quien parte, y quien queda atrás fetichiza hasta actuar su vida desde la palabra del ausente. Este es el caso de Manuela, quien pierde a su hijo Esteban, cuyo “deseo” era ser escritor, atropellado por un auto, el día de su cumpleaños mientras corría tras Huma Rojo, la actriz que hace el papel de Blanche en una producción de A Streetcar Named Desire, para pedirle un autógrafo: “Mañana cumplo diecisiete años pero parezco mayor… A los hijos que vivimos solos con nuestra madre se nos pone una cara especial, más seria de lo normal, como de intelectual o escritor. En mi caso es normal porque, además, yo soy escritor”.

Lee Manuela del diario del hijo desaparecido, buscando llenar con su lenguaje el vacío; ese hueco semántico donde convergen la soledad, la enfermedad, la locura y la muerte. No en vano el intertexto es la obra que puso a Tennessee Williams en contacto con Frank Merlo: el amante quien lo sostendría hasta él mismo desintegrarse por efecto del alcohol y la droga, del modo como Nina-Stella sostiene a Huma-Blanche desde los intersticios que su propia adicción deja abiertos en la representación teatral dentro del film, tal cual veremos en la segunda parte de este artículo.

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