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De la vida sentimental y otros nortes

Un amigo afirma al día siguiente con toda certeza, que nunca hay que aceptarle tragos a un desconocido en un bar gay. Porque está seguro de que fue el trago. Después de pedir el Uber, no recuerda nada más. Y al despertar en su propia cama al amanecer, tenía varios morados en el costado adolorido sin tener razón. Nos cuenta que a su amigo le fue peor: amaneció en un apartamento ajeno, solo y desnudo. La noche anterior, ocurrió sin detalles. El encuentro, sin recuerdo. Una fiesta ¿o no hubo fiesta?

No es cosa que en NYC puedes ir a casa de una gente que no conoces así no más, a menos que estés dispuesto al hacerlo, a perder todo tu derecho a reclamo. Sin embargo, la gente se mueve entre desconocidos, de un bar a otro hasta las casas, intercambia saliva y olvidos para luego volver al día siguiente igual a todos los días siguientes, aislado en el hermetismo del que está muy ocupado y apurado y le va buenísimo, y se ríe a mandíbula batiente cuando logra coincidir con amigos y tragos, que para lo demás, siempre queda Netflix.

Semejante historia se dejó colar entre otras historias, la noche siguiente en el bar siguiente entre los conocidos también siguientes. Como si amanecer cocido a moretones y sin memoria fuera cualquier cosa. Como si no hubiera espacio para el trauma mucho menos para algún sentimentalismo trasnochado. Sin importancia. Y seguimos hablando de cosas de otros de las mismas sin importancia, con una honestidad que contradice las mentiras con las que se gestiona la vida cotidiana. Maneras que resultan extrañas para una latina acostumbrada a la irremediable honestidad cotidiana y si acaso al juego de la mentira a la hora del adorno festivo con que se acude a la cita en el bar con amigos.

De la misma manera invertida, sucede el oficio de los actores sobre las tablas. Estos actores del norte, y digo cualquiera de los que abundan en las calles de esta ciudad de Nueva York, -que como bien apuntó Viola Davis, no es que tienen menos talento que los que llegan a Hollywood y gestionan la maquinaria de entretenimiento más eficiente jamás imaginada, sino que simplemente son desconocidos, no les alcanzó la suerte que se deposita en el banco-, el que menos, logra interpretaciones memorables sobre la escena. A la hora de la actuación, son dueños de una organicidad absolutamente convincente, ejercen el oficio con un compromiso emocional absoluto, poseen un entrenamiento que los dota de gran honestidad. Pero cuando se acaba la representación, parecen gentes frías y sin sentimientos. Sin embargo… al menor chance, si sucede la tertulia después del ensayo de la obra de teatro, de la sesión de exploración de personaje, después del trabajo de taller… se desatan. Esos mismos que no parecían estar dispuestos siquiera al saludo porque si te he visto no me acuerdo, estoy muy ocupado y apurado, tengo cantidad de proyectos; esos que van cerrados, con cara de no tener tiempo para las explicaciones mucho menos los abrazos, resulta que a la menor oportunidad, cuentan lo que nunca habían contado, confiesan los secretos más oscuros e inconfesables, lloran, revelan grandes descubrimientos y verdades luminosas, lloran y se emocionan hasta perder la voz, abrumados, congestionados, lloran, en absoluto desorden sentimental. Hasta el ridículo.

Para luego de acabada la sesión, apenas minutos después, se despiden y vuelven al silencio y la soledad, todo en orden y me pregunto, ¿por qué me parece ridículo y excesivo, tan fuera de tono, cada vez que los veo llorar sus confesiones personales después del ejercicio actoral?

¿Será porque nosotros los latinos, fuera de la escena, sin luces ni telón, lloramos hasta sin ganas cada vez que nos dan ganas, reímos sin motivo, nos abrazamos y nos volvemos a abrazar, nos decimos cuatro cosas y luego nos besamos, o llevamos el disgusto hasta el insulto y para amainar el calorón, una cervecita para hablar de otra cosa, y si me tuerce los ojos o se hace la loca, se lo digo hasta que me cuenta y dice y desdice y nos acostamos a dormir sin remordimientos?

Confieso que no es la primera vez que, sentirme distinta en la manera de ejercer mis sentimientos, me conduce a aventurarme a sospechar una cierta superioridad en comparación a las gentes de estos mundos primeros. Ellos definitivamente no son tan diestros en la vida sentimental que llevan en la vida real, a diferencia de nosotros, tan emocionalmente activos, expresivos y expuestos a cualquier hora y en cualquier lugar. ¿Será por eso que a ellos se les da tan bien el invento de la vida sobre la escena? ¿Será que ellos son de verdad mejores actores que nosotros sobre la escena, porque nosotros somos tan buenos viviendo emocionados que no necesitamos de más teatro?

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