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De la legitimidad y otros demonios

Venezuela y el Consejo de Seguridad

Desde un punto de vista estrictamente legal, la elección de Venezuela para un puesto no permanente en el Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones Unidas no reviste ningún tipo de problema, inconsistencia o invalidez. Aunque escueza, debe aceptarse que el país suramericano ha jugado bien sus cartas en términos de paciencia y geopolítica. Conseguir 181 votos en la Asamblea General no es poca cosa. De hecho, los votos duros con los que la candidatura venezolana contaba eran apenas los del G-77 –también denominado ‘lo que queda del Movimiento de los No Alineados-. De esta manera, con la notoria declaración del Departamento de Estado de los Estados Unidos de América en la que comentaron que no se opondrían a la candidatura, Venezuela obtuvo una votación casi absoluta en la Asamblea General. Esta última está compuesta por 193 Estados con derecho a voto.

Según la Carta de las Naciones Unidas –digamos, su Constitución- los requisitos que son precisos para incorporarse a la Organización son: ser (1) un Estado (2) amante de la paz (3) que acepte las obligaciones propias de la Carta y la Organización (4) y tenga capacidad de cumplir tales obligaciones y (5) que esté dispuesto a hacerlo . En cuanto al primer requisito, este excluye, por ejemplo, que Palestina o la Santa Sede –como personificación política del Vaticano- sean Estados miembros. Así, Palestina y la Santa Sede caen en una categoría sui generis (de su propio género) de Estados Observadores No Miembros. Es decir, tienen asiento, ocasionalmente tienen voz, pero jamás voto en ningún asunto. Esto por cuanto se ha reconocido al menos tácitamente su categoría de Estado pero no han ingresado a través del proceso que a tal tenor diseña la Carta de Naciones Unidas. Los requisitos tercero, cuarto y quinto aluden a la capacidad del Estado de asumir y cumplir las obligaciones derivadas de entrar en la Organización.

Ahora bien, léase con detenimiento el segundo requisito que estipula que para unirse a la pandilla el Estado interesado debe ser amante de la paz. Sería reconfortante poder decir que existe una explicación jurídica satisfactoria a tal requisito. A saber ¿qué es un Estado amante de la paz? ¿cómo puede reconocérselo?. La verdad es que nadie lo sabe. Los hacedores de la Carta de San Francisco no dejaron constancia escrita de las características que un Estado de tal condición debía tener. La Corte Internacional de Justicia –el órgano judicial de la ONU- tampoco ha dado muchas luces al respecto en su única opinión consultiva sobre el tema del 28 de mayo de 1948. Y no sería descabellado decir que hay un par de Estados que no son precisamente la Madre Teresa de Calcuta en la Organización.

Para entender la legitimidad –ojo, no la legalidad- de la elección de Venezuela a un escaño rotativo en el Consejo de Seguridad, es menester entender si esta cumple con ese indispensable requisito de ser aún un Estado amante de la paz. Dado que no es poca cosa tener un asiento en el excelso club que decide a quién se invade y a quién no, cabe pensar que debe haber una mínima estatura moral para ocupar la butaca.

Antes de entrar al larguísimo, interesantísimo y espinosísimo tema de los cinco miembros permanentes. Debe recordarse que estos –con excepción de la República Popular China que en aquel momento era lo que hoy conocemos como Taiwán o República de China a secas- fueron los vencedores de la Segunda Guerra Mundial y se erigieron así en los garantes del Nuevo Orden Mundial. De esto se desprende que estos quince países tienen una misión un tanto delicada. Nada más y nada menos que velar por la paz y la seguridad internacionales.

¿Tiene la Venezuela patriótica, antiimperialista, pluripolar y soberana un record sólido y moralmente defendible para acometer esta noble misión de velar por la paz y la seguridad planetaria? A pesar del endoso y palmadita dada por casi toda la comunidad internacional en la votación, quién suscribe opina que no. Justamente por ese diminuto parrafito sobre aquello de amar la paz. Para el autor de estas líneas, amar la paz en el contexto de la Carta de las Naciones Unidas es dar cabal cumplimiento a los propósitos y principios de la Organización. Estos se encuentran en sus primeros artículos y comprenden entre otros la opción por la solución pacífica de los conflictos, el fomento de relaciones basadas en el respeto y el fortalecimiento de la paz universal y no menos importante, cooperar para la solución de problemas internacionales de carácter económico, social, cultural o humanitario, y en el desarrollo y estímulo del respeto a los derechos humanos.

¿Puede un país que se sustrae de la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos e ignora los dictados del Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre detenciones arbitrarias, o que no hace demasiado estaba listo para ir a la guerra con Colombia por un impasse territorial que tuvo esta última con Ecuador, que habla de países y mandatarios lacayos y cachorros de un imperio –sin mencionar lo del azufre-, que está a punto de hacer default en su deuda externa, que defendió al régimen de Gadaffi en 2011 y que actualmente defiende a la Siria de Al-Assad, entre otras muchas travesuras, integrar el selecto grupo de los defensores de la paz y la seguridad internacional?

De que puede ¡vaya que puede! No existe una sola razón legal para impedir que la nación suramericana ocupe su escaño al comienzo del año entrante. Sin embargo, ¿debería o tiene el bagaje moral y político para hacerlo? He allí el dilema.

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