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De Dante a Bécquer

Cuando Dante, acompañado de su maestro Virgilio, ingresa al segundo círculo de «El Infierno» en la Divina comedia, el de los lascivos, se encuentra con un Minos que juzga sin piedad a los ya fenecidos señalándoles el círculo que les corresponde según su pecado mayor. Allí, en el segundo círculo y entre «otras mil almas», penan su lujuria Semíramis, Dido, Cleopatra, Helena de Troya, Aquiles, Paris y Tristán. De todas, sin embargo, Dante repara en dos que vuelan juntas, «ligeras como el ímpetu del viento».

Son Francesca y Paolo, quienes se hicieron famosos en tiempos de Dante por haber protagonizado un funesto escándalo. Francesca de Rímini fue descubierta por su marido, Gianciotto Malatesta, cuando llevaba amores ocultos con su cuñado Paolo. Ante la evidencia, Gianciotto los asesinó. Dante Alighieri inmortalizó la historia de la fatal pareja en el «Canto V» de la Divina comedia.

Requerida por el poeta, Francesca narra que Paolo y ella leían juntos, «sin recelo alguno» porque aún no estaban enamorados, el romance de Lancelote del Lago —justo en la parte en que el héroe de la Tabla Redonda es besado por Ginebra, esposa del rey Arturo— cuando Paolo se animó a besarla, sellando así su desgracia. Antes de este relato y tras la petición de Dante, Francesca pronuncia los versos que la inmortalizarían: «Nessun maggior dolore / che ricodarsi del tempo felice / nella miseria» (no hay desdicha más grande que recordar los tiempos felices en medio de la desgracia).

Mucho se ha dicho acerca de estos versos, pero yo quiero centrarme en dos aspectos de toda la escena: de una parte, la implacable eternidad del sufrimiento de Francesca y Paolo, y de otra, la seducción literaria que alguna vez fue capaz de ejercer la tinta impresa…

Dante se preocupa por dejar teológicamente clara la concepción cristiana del infierno: «El infernal torbellino, que no se aplaca jamás, arrebata en su furor los espíritus» (las negritas son nuestras). El tormento del que se habla es eterno y, por tanto, desde una perspectiva camusiana, absurdo. En El mito de Sísifo, Camus plantea la relación eternidad-absurdidad respecto del sufrimiento, lo cual se corresponde con su concepción existencialista posmoderna. No lo admitiremos ni refutaremos, porque excedería complejamente los alcances de este texto, pero, siendo camusianamente coherentes, nuestra vida no podría ser absurda respecto del dolor porque el sufrimiento siempre es pasajero.

Podríamos, por tanto, apostillar la sentencia dantesca diciendo que «nessun maggior dolore temporale…» (entendiendo temporale en italiano como ‘terrenal’). Claro, en Francesca la frase es absoluta y definitiva porque su dolor no es de este mundo, «no se aplaca jamás», pero en nuestra realidad material vivimos la certeza de la temporalidad del sufrimiento y su relatividad.

Ello explica la actitud compasiva de Dante ante la desafortunada pareja. El poeta toscano, que no está muerto, nos hace mirar con él la dimensión infernal del sufrimiento, esto es, el carácter imperecedero del mismo —sensación que podemos experimentar ocasionalmente ante dolores muy grandes o prolongados— y en lo cual radicaría la absurdidad, precisamente: en concebir el dolor como exiliado de la temporalidad, exento de caducidad, ajeno a la esperanza…

En la antípoda de esta perspectiva pareciera acomodarse nuestro moderno hedonismo como suma de todas las comodidades y fobia al más nimio sufrimiento, pero no es así porque somos coherentes con la absurdidad camusiana: si absolutizamos el dolor, lo más sensato es huir de él en dirección de la felicidad, siquiera aparente, solo que el dolor no es absoluto ni eterno, aunque a veces nos parezca lo contrario.

El otro tema que sobresale en el texto dantesco es el de la seducción literaria. Hoy nos parece inverosímil, por ejemplo, que Las penas del joven Werther, de Goethe, haya desatado tal ola de suicidios, o que los jóvenes se enamoraran bajo el influjo de los versos becquerianos, o que el beso de Francesca y Paolo inspirara varias y excelsas obras de arte. El poder seductor de la literatura es ajeno a nuestro tiempo. Pareciera que no somos ya tan ingenuos…

La obra literaria, no obstante, tiene una prerrogativa sumamente seductora: es un discurso, no pocas veces, sucedáneo de la vida y, en algunos casos, hasta anticipatorio. Uno, por ejemplo, se sorprende de saber que Walser predijo su muerte cuarenta y nueve años antes en Los hermanos Tanner, cuando Simón Tanner (alter ego de Walser) se topa con el poeta Sebastián muerto sobre la nieve: «¡Con qué nobleza ha elegido su tumba!». ¿Y qué decir de las curiosas implicaciones entre Futility, or the Wreck of the Titan (1898), de Morgan Robertson, y la tragedia del Titanic?

Por lógica sabemos que la literatura imita a la vida, pero en ocasiones es lo opuesto. Su poder sugestivo seduce, por ejemplo, a los científicos. Podríamos pasar un rato divertido nada más que listando las formidables máquinas que la ciencia ficción ha creado anticipadamente —Julio Verne, por ejemplo— o… ¿que la ciencia ha imitado seducida por la literatura?

Es una pena que se haya olvidado este poder magnético de la belleza verbal. Quienes lo hemos experimentado sabemos de sus alcances. Empezaba yo el último año de la secundaria y no me decidía entre estudiar Letras, Filosofía o Musicología. Una tarde vi a un hombre lanzar un libro a un bote de basura. Cuando lo saqué de allí, eran las Rimas y leyendas, de Gustavo Adolfo Bécquer. A las nueve de la noche empecé a leerlo y no paré hasta que lo terminé a las seis de la mañana. Una hora más tarde ya estaba en la escuela. Pasé el día entre soñoliento y alucinado, pero sabía que quería estudiar Letras y ser escritor. En mi biblioteca guardo ese libro con celo innegociable, y con él atesoro intacta la pasión de aquel primer sí a la literatura. Hay libros que son celestinas fascinantes…

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