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Felix Fojo

De cómo hacer famoso a un condenado

La lección de anatomía del Doctor Nicolaes Tulp, el trabajo que se le encargó a un pintor casi desconocido de solo 26 años de edad nombrado Rembrandt Harmenzoon van Rijn (1606-1669).

Aris Kindt era un tipo peligroso.

Peor, Aris Kindt ni tan siquiera se llamaba así, Aris Kindt era un nombre falso, un alias del bajo mundo holandés.

El nombre real del delincuente era Adriaan Adriaanzoon y sus pecados y delitos eran muchos y muy serios: hurtar, robar, meter contrabando por la frontera, apalear a tenderos desprevenidos, desvalijar infelices en la calle, falsificar moneda, armar camorra, pelear a navaja en las tabernas, herir gravemente a un custodio cuando ya se encontraba recluido en la prisión, en fin, el tipo era un incordio y un peligro para la sociedad.

Pero Kindt se defendía alegando que nunca había matado a nadie, y todo parecía indicar que eso era cierto, o por lo menos no se le había podido probar ninguna muerte.

El hecho era que la justicia holandesa de aquella época funcionaba con mucha menos benevolencia que la de hoy en día, y el 16 de enero del año 1632, al despuntar el alba —y con un frío de muerte, por supuesto— Kindt, o Adriaanszoon, como usted prefiera, fue arrastrado por un par de oficiales municipales hasta el patíbulo y sin ningún miramiento, colgado por el verdugo de una cuerda hasta que dejó de respirar.

Se había hecho justicia.

Sí, se había hecho justicia, pero la ejecución de Aris Kindt serviría para algo más que sanear las calles y convertirlo a él en un ejemplo aleccionador —el miedo a la muerte parecía funcionar en aquellos tiempos— para futuros criminales.

Por eso, Aris Kindt pasaría a la historia, y de qué manera.

Las leyes de la noble ciudad de Amsterdam —no olvidemos que nos encontramos en el siglo XVII— solo permitían una disección anatómica pública por año, y solo una, y ese evento científico debía celebrarse en el invierno, para evitar en lo posible el desagradable olor de la descomposición de los cadáveres y el aluvión de moscas.

También era obligatorio que el cuerpo sometido a disección fuera el de un reo ejecutado en la horca, de ninguna manera el de un ciudadano honesto, aunque ese ciudadano intachable fuera pobre de solemnidad y carente de familia y amigos.

La disección la llevaban a cabo personas decentes y de reconocida solvencia, pero los diseccionados no entraban de ninguna manera en esos grupos.

Por otra parte, era al gremio de cirujanos de Amsterdam, a quien correspondía organizar y llevar a cabo el susodicho espectáculo anatómico anual. El gremio era dirigido en ese entonces por el doctor Nicolaes Tulp, que además de médico cirujano era un político de larga trayectoria en la comunidad, concejal, juez de paz, tesorero y alcalde de la villa en varias oportunidades, al que le convenía que quedara constancia de lo que más que un acontecimiento científico era, en realidad, un suceso social muy importante para estrechar relaciones con algunos comerciantes y magnates —donantes potenciales— y mantenerse así en el candelero político y aspirar a nuevas reelecciones.

Eso explica que se invitaran a la disección anatómica del cadáver del ejecutado, además de a algunos cirujanos muy reconocidos, a ciertos prohombres que no eran médicos ni anatomistas, ni científicos, pero pesaban, y mucho, en la balanza electoral.

Y como no se había inventado aun la fotografía… pues había que recurrir a la pintura para dejar constancia de aquella feliz reunión de luminarias de la sociedad de los Países Bajos.

El reo Aris Kindt desconocía todo esto —y claro, tampoco le importaba para nada—, cuando dos hombres fornidos, guardias de la prisión, lo subieron al tablado del patíbulo a despecho de sus gritos y protestas de piedad, y el verdugo le colocó una gruesa soga de esparto alrededor del cuello.

Tampoco podía saber el condenado a muerte, que buscando una mano diestra, pero al mismo tiempo ahorrarse algún dinero, el gremio de cirujanos estaba contratando, para hacer el trabajo, a un pintor casi desconocido de solo 26 años de edad nombrado Rembrandt Harmenzoon van Rijn (1606-1669).

Desconocido, sí, pero con muy buenas recomendaciones acerca de sus habilidades pictóricas provenientes del cuñado del artista, buen amigo de Tulip.

Y por supuesto, no podía pasársele por la cabeza al desdichado Kindt, cuando la trampa del patíbulo se abrió bajo sus pies y cayó como un plomo al vacío, que unas horas después su cuerpo inerte y pálido sería inmortalizado por Rembrandt en un gran lienzo al óleo, grande por su tamaño —casi dos metros de alto por más de dos metros de ancho— y grande por su calidad de ejecución, su realismo, la increíble perfección de las formas humanas y el agudo y sofisticado empleo del claroscuro, que convirtieron casi inmediatamente el cuadro en un clásico del arte holandés y de la pintura del postrenacimiento europeo a nivel mundial.

La lección de anatomía del Doctor Nicolaes Tulp, el largo y no muy artístico nombre que Rembrandt van Rijn dio a su cuadro —y que parece haber solicitado, o exigido, en el contrato el propio Tulp, un documento que no se ha encontrado—, se considera hoy como uno de los exponentes más depurados y perfectos, en todos los tiempos, de la pintura en formato mayor de grupos.

¿Y después?

Después de finalizada la disección anatómica del cuerpo, en realidad del brazo izquierdo del cadáver solamente, los presentes, sin incluir al pintor, que no pertenecía a una clase social elevada, se sentaron en un salón cercano a disfrutar de un suntuoso banquete brindado por el gremio de cirujanos a sus generosos benefactores y donantes.

Rembrandt se fue a su casa, tapándose del frío y la nieve con su capa, y con los numerosos apuntes tomados a vuela pluma bajo el brazo para ponerse a trabajar el enorme óleo cuánto antes, que en esa prontitud iba su salario, ¡y Dios sabe si lo necesitaba!

¿Y los despojos de Aris Kindt?

Pues fue trasladado sin ceremonias a una parihuela, envuelto presurosamente por los empleados del gremio en una tela basta, llevado a la carrera al cementerio más cercano y enterrado, o lanzado como un fardo en una fosa común, sin nombre, cumpliéndose cabalmente aquello de…

El muerto al hoyo y el vivo al pollo.

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