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De como envejecen ellos

Iba él de lo mas inocente como siempre va el que es inocente, en el subway de NYC una tarde cualquiera, de esas tardes llenas de cualquier cantidad de mujeres bellas, a diestra y siniestra de estilos y colores cualquiera también, faldas arriba o debajo de la rodilla, con o sin medias, o sin maquillaje tal vez, plenas todas, muchas en sus treintas. El fulano inocente no tuvo remedio: ¿qué mejor cosa que hacer en la travesía, que posar su mirada en un par de bellas desconocidas, amigas que conversaban animosamente, sentadas frente a él? Sin pudor, usando su mejor lado, arrebatado de bigote erizado, en actitud de “me gustas… eres bella… ¿nos tomamos algo, ¿quieres?… yo invito…”. Se abrieron las puertas en una primera estación, salió y entró gente pero el muy inocente no se distrajo. Estacionado frente a ellas que tampoco dejaron de hablar y reír con espontáneo frescor. Cinco minutos después, ya frente a la segunda estación, una de ellas de lo mas diligente, subió la mirada políticamente correcta y le ofreció el puesto a mi amigo el inocente, al que de pronto y de un golpe seco, le cayeron sus sesenta bien llevados años encima. Fue entonces cuando se acordó de su hermosa esposa, aun y siempre diez años más joven que él, de sus hijas que ya rozando los treinta son tan bonitas como las mujeres que al ofrecerle el puesto, le arrebataron el deseo en el Subway esa tarde. Por supuesto que el muy inocente no aceptó el puesto. Tampoco se atrevió a sentirse ofendido. Era un golpe demasiado duro, cómo alimentar algún reclamo, no había justicia que clamar en su favor. Quedó tan devastado que no volvió a levantar la mirada del suelo, ansioso por llegar a su parada y abandonar ese vagón donde había descubierto lo que no tiene vuelta de hoja, el paso de sus años vividos. Fue tanta su impresión que pasaron las horas y no logró reponerse y al llegar a su casa, con la anécdota atragantada en la garganta, no dudó en confesar lo que había sucedido tal vez por tratar de curarse en el afecto de su esposa y sus hijas, que rieron con ganas, sabias, no tuvieron que decir más. Eso no significa que la próxima vez que el muy inocente se monte en el subway no haya ya olvidado lo suficiente como para volver a insistir con alguna otra muchacha linda y desprevenida.

Fue ella con su hermosa hija a un concierto privado en casa de amigos. Al terminar el concierto ella se esmeró en felicitar al compositor. En actitud extravagante pero simpática, el susodicho compositor se instaló en conversación ágil y sencilla, interesado en todo lo que ella decía, ella pensó que era fácil compartir con los contemporáneos. Sucedió alguna pregunta a la hermosa joven hija de ella, acerca de su oficio, lugar de habitación, nombre, como Dios manda, el músico compositor era muy educado y gentil. De la conversación pasaron a las risas, al vino y la galletita con queso, siempre él muy interesado en lo que ella decía, su hermosa hija a su lado sonreía sin decir mas. La velada no pudo ser mas agradable, pero hacía cansancio en mitad de semana y noche de lluvia de modo que partieron, ella y su hermosa hija antes de tiempo, dejando sus sonrisas en adiós. Al amanecer la sorpresa fue de ambas al descubrir que el señor compositor le había pedido amistad en Facebook. A la hija, no a ella. La hija no tenía ningún interés en aceptar semejante avance del “viejo músico” de la noche anterior. Ella trató de recomponer la historia: recordó entonces cómo el señor compositor, o “el viejo músico” como lo llamó su hija, se había esmerado en lucirse en la conversación después del concierto. Cuando ella pensó que era natural simpatía sin segundas intenciones, tenía ahora que entender que conversar con ella había sido un recurso para exponerse ante la joven. Que todo había sido seducción por persona interpuesta. Inocente ella que se prestó al juego del muy inocente músico compositor, que creyó que de esa manera tendría algún chance. Batalla mas que perdida cuando hoy aparecía aun más viejo que anoche, pues le cayeron sus años muy mal llevados encima, los años que lleva de más, negado a envejecer.

En medio de la noche entró de pronto una luz extraña que le robó el sueño. Un neón que fue encendido a destiempo, una ambulancia que al pasar iluminó la habitación, quizás… Al despertarse, inocente, no sabía dónde se encontraba, perdido en el tiempo y el espacio, no logró reconocer el lugar ni al viejo que sentado frente a él lo miraba fijamente con expresión asustada: era su reflejo en el espejo de la peinadora frente a la cama del cuarto de hotel. Fue tan grande su impresión que tomó el celular de la mesa de noche y tomó una foto, prueba fidedigna de su envejecimiento inadvertido. A la mañana siguiente le mostró la foto a su esposa que sí había dormido feliz toda la noche como un lirón y se preguntaba por qué su marido había amanecido con tan mala cara.

Aunque es verdad que los hombres sufren menos del castigo social que nuestra cultura infringe a los que envejecen, no escapan a la realidad de las carnes que se caen, el pelo que se blanquea, las grasas indeseadas que se acumulan donde menos se quieren y el olvido involuntario cada vez más frecuente. Los recursos como el carro, la chequera abultada o la barba cuando el cuello se desdibuja y la papada crece, a veces no bastan. Y entonces sufren. Patalean, esquivan, niegan, inocentes… Ellos también sufren.

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