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Dar cuerpo al silencio

El silencio es tal vez mi mayor herencia. Lo he dicho un par de veces, principalmente para recordarlo, para no olvidar ni descartar esta herencia. Quisiera ver de qué va, intentar comprenderla, auscultarla. Pero antes de seguir, creo necesario delimitar este silencio. Porque no se trata del silencio sublime, reflexivo, el que ocasionalmente se celebra como signo de una fructífera interioridad. Tampoco es el silencio temido o aborrecido, aquel de quien no puede apagar la TV un par de minutos o dejar de revisar el timeline una mañana, por ejemplo, ni el de la víctima que se ve imposibilitada de hablar. Por supuesto, tiene síntomas parecidos, el más evidente, el físico, la ausencia de voz articulada; sin embargo, este es más bien un silencio infantil, de recién nacido, en la medida en que hay imposibilidad de construir un sentido consensuado, más allá de la baba y los sonidos orgánicos. Hasta ahí la comparación, no mucho más. Pero si avanzamos, entramos en otros territorios, propios del crecimiento y la adultez, donde las historias, la educación, los traumas, entre otros, se han ido sedimentando. Por esto mismo, el silencio es también síntoma de lo que no consigue salida, lo que se mantiene reprimido, consciente o inconscientemente. Nunca he encontrado un lenguaje o una palabra que dé paso a la des/organización (a lo sin órganos), a lo des/articulado, a lo que no empata, como coyunturas fracturadas. ¿Dónde está el discurso que hilará la ficción que ordenará todo?

Desde siempre en la casa estuvieron prohibidas las groserías, las malas palabras (o palabrotas). Esa ley quedó grabada. En cierta etapa de la niñez quise abrir esa puerta cuando estuviera lejos de la mirada de mis padres, en el parque, adonde íbamos los niños a jugar en las tardes. Ahí era el festín de groserías, ninguno tenía problemas: verga, vergación, coño, malparío, trimardito, hijueputa y un larguísimo etcétera. Se veía tan normal en los demás, tan natural. Sin embargo, yo no podía. Entonces tomé la decisión de hacerlo, decir groserías cuando me lo pudiera permitir, cuando ningún adulto o figura de autoridad estuviera cerca. Fue todo pura ilusión; la ley paterna, el adulto, estaba inscripto en mi interior, desde ahí vigilaba cada palabra, cada gesto, cada intención, cada sueño. Físicamente me era imposible decir cualquier palabrota. Aún hoy aparece solo como cita o como chiste, siempre como voz ajena.

Por supuesto, mis reacciones eran un poco diferentes a las de otros. ¿Qué dice alguien en esta ciudad cuando se da un golpe en un dedo del pie, que no sea una gran mentada de madre o un mayúsculo coño? Ni yo lo sé, y eso que, si mal no recuerdo, soy uno de los que no dice uno ni otro. ¿Cómo alguien así no se reconoce expulsado de cierta manera de una forma de ejercer la ciudad o un gentilicio? Si se supone que aquello está en el ADN cultural, que viene con otros tantos mitos que heredamos, entonces esto es un gentilicio a medio andar, aún por resolver.

Solo logro ver espacios del habla inaccesibles, territorios negados que una voz no alcanza.

Pero quizás deba disculparme por hablar tanto en primera persona, puede pasar por imprudencia. Esas experiencias que cuento, ¿por qué han de ser tan interesantes como para contarlas? Además de a mí, ¿a quién le deben importar? Es verdad. Digamos que son puntos de partida (que no excusa), momentos desprendidos a una biografía para llegar a otra cosa: el poema.

Más arriba me pregunto por la ficción que ordenará y articulará aquello que no puedo decir. Sin embargo, el poema es lo primero que asiste a la cita y este parece moverse más allá de lo que sigue inexpresable, pero más acá de un discurso que despeja y pone cada cosa en su lugar, su tensión está ahí. Empiezo a intuir entonces que el poema es esa ficción, el espacio donde ha de realizarse aquel gentilicio como suspendido, donde el chico logrará esquivar la vigilancia, donde podrá —al menos— espiar por una rendija o desde otra orilla aquellos territorios negados del lenguaje. Entiéndase bien: no es que adquirirá plena ciudadanía, no es que podrá decir groserías como los demás ni que accederá a los espacios negados; se trata más bien de que dará con formas de burlar por momentos, solo a ratos, el aparato judicial que lleva inscripto. Y estas formas han de ser las formas del poema. Por eso este debe ser minucioso, preciso (con la precisión que permite un sistema conocido por no dejarse emplazar), pues lo que está en juego es la posibilidad de dar cuerpo al silencio, a los territorios negados a una voz.

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