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Roberto Ponce Cordero
Roberto Ponce Cordero - ViceVersa Magazine

Dancing Chicken

Estrenada en 1977, la escuetamente titulada Stroszek, dirigida y co-escrita por el alemán Werner Herzog y protagonizada por sus compatriotas Bruno S., Eva Mattes y Clemens Scheitz, constituye una experiencia fílmica sui géneris que, a medio camino entre el cine experimental y el cine de género, no deja indiferentes a sus espectadores cuatro décadas después de su aparición. En una altamente positiva reseña escrita en 2002, por ejemplo, el crítico norteamericano Roger Ebert, conocido por sus gustos extravagantes dentro de lo que al fin y al cabo es el mainstream, la calificó como “one of the oddest films ever made”, así como uno en el que “it is imposible for the audience to anticipate a single shot or development”. Es quizás paradójico, entonces, que Stroszek no sólo tenga una trama que a rasgos generales parece relativamente sencilla y mínima, sino una que además, y pese a lo –correctamente– afirmado por Ebert, también resulta bastante previsible, gracias a su apego a ciertas convenciones narrativas del cine de migración: tres sujetos marginales europeos escapan de una sociedad estratificada que les impide desplegar sus potencialidades e intentan reinventarse en el Medio Oeste norteamericano, donde después de ciertas experiencias esperanzadoras terminan por enfrentarse con lo implacable del capitalismo y de la desolación de un Nuevo Mundo sin espíritu, de modo que se separan y consuman, en soledad, sus destinos más o menos trágicos. Fin.

Así contada, por supuesto, Stroszek es, en primera instancia, una película dedicada específicamente a la migración europea a Estados Unidos en busca de la felicidad y de la realización personal o, en otras palabras, una película dedicada al American dream. Si bien es cierto que este último término jamás es usado en la diégesis (un poco sorprendentemente, por cierto), todos sus elementos constitutivos tradicionales están presentes. Así, Bruno, Eva y Hr. Scheitz ocupan inevitablemente posiciones subalternas en la sociedad de Berlín y son absolutamente incapaces de defenderse de los depredadores humanos representados por los proxenetas y, en menor medida, por el reformatorio del que Bruno es puesto en libertad al principio del filme; en lugar de simplemente escapar en un ataque de desesperación, los protagonistas explícitamente intentan construir un futuro mejor en Estados Unidos, un país del que sólo tienen imágenes y nociones míticas y peligrosamente cercanas al cliché (Florida, New York City, California y “un parque con osos”); cuando viajan, Bruno, Eva y Hr. Scheitz no lo hacen en avión, como sería común en la década de los setenta del siglo XX, sino en barco, lo cual es brevemente explicado por medio de la convicción de Hr. Scheitz de que los aviones “están mal construidos” pero, en cuanto a resonancias culturales más generales, obviamente remite a la migración de finales del siglo XIX y principios del XX; finalmente, una vez allí, los protagonistas están tan convencidos de que “they are going to make it” –porque, después de todo, eso es lo que se hace en America– que demoran un poco más de lo aparentemente verosímil en darse cuenta de que incluso en Estados Unidos hay que pagar las cuentas, de que tener un televisor a color no es un derecho humano ni siquiera en el país del consumismo compulsivo, y de que sus trabajos manuales y estupidizantes de mecánico y de camarera son, precisamente, trabajos manuales y estupidizantes tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo. Stroszek es, en definitiva, una película sobre el sueño americano en el momento en el que se convierte en la pesadilla que siempre está latente en su núcleo.

Herzog no sería el autor inquietante que es, sin embargo, si su obra pudiera reducirse a una crítica fácil –o más bien facilista– que no pase del clásico sub-género narrativo europeo del America-bashing. En cierta forma, de hecho, Stroszek no es en absoluto una crítica a Estados Unidos. Si acaso, la sociedad alemana de la que escapan los protagonistas, tal y como está representada en el filme (una sociedad con sistemas burocráticos de control y castigo, así como con violencia sin armas pero completamente abierta y de tono homofóbico y misógino), luce como una en la que se vive considerablemente peor que en la del Medio Oeste. En esta última, en efecto, las posibilidades de ascenso económico y liberación espiritual son aparentemente nulas, pero al menos la gente se lleva bien y nadie se mete con nadie, además de que todos los personajes (el empleado del banco, el dueño del taller mecánico, el camionero que usa los servicios de prostitución de Eva, los cazadores que no entienden a Hr. Scheitz pero se divierten inofensivamente con él, etc.) son de una sinceridad y de una especie de bondad neutra tal que raya en la inocencia y, otra vez, en el cliché.

Más aún, Stroszek no funciona del todo ni siquiera como crítica del mito del American dream, o al menos no como crítica de la parte directamente relacionada con America de dicho sueño, ya que todo lo que los protagonistas esperan de la vida en Estados Unidos se basa en ideas preconcebidas que tienen del país y que, lejos de haberles sido inculcadas de mala fe por algún coyote inescrupuloso o por algún estafador, son más bien producto de su propia ignorancia o de su propia ceguera post-trauma. Sin duda, ninguno de los personajes norteamericanos de la película pensaría, como Bruno, Eva y Hr. Scheitz, que basta con vivir en el último pueblo perdido de las planicies de Wisconsin y con ejercer un trabajo blue-collar para convertirse en millonario y para “lograrlo”.

Ahora bien, es posible argumentar que quienes les vendieron imágenes falsas de Estados Unidos y de las posibilidades de superación personal en dicho país a los protagonistas de Stroszek fueron los medios de comunicación o, más bien, los medios de proliferación masiva de narrativas, y muy especialmente el cine. Significativamente, la trama de la película es contada por medio de numerosas referencias a los dos géneros literarios y cinematográficos más arquetípicamente norteamericanos, es decir el western y la road narrative. Por ponerlo de otra forma, entonces, ya la misma elección de tono, de iconografía y de convenciones narrativas de la película alemana se corresponde hasta cierto punto con la visión fascinada pero fatalmente falsa de “America” que tienen Bruno, Eva y Hr. Scheitz, aunque, debido tanto a las sensibilidades particulares y ambivalentes de Herzog como al contexto histórico de su producción artística, la película resultante no podía menos que ser un artefacto inscrito en narrativas convencionales pero de manera oblicua.

En cuanto a la parte relacionada con la road narrative de la aseveración anterior, los elementos que la justifican saltan literalmente a la vista: al fin y al cabo, Stroszek es, en cierto sentido, y más que ninguna otra cosa, una road movie alternativa. Tenemos, por ejemplo, interminables tomas de la carretera que, como si fuera poco, están musicalizadas con melodías de tipo folk y que son, por lo tanto, reminiscentes a Easy Rider (la película de 1969 que, en 1977 y quizás hasta ahora, era el prototipo de la road movie alternativa norteamericana). Mucho más esencialmente, además, tenemos una narrativa de viaje en la que los viajeros empiezan en la superficie de un país (en este caso la costa o, más precisamente incluso, New York City) y se adentran, poco a poco, en sus entrañas, hasta llegar a su fondo profundo y a su verdadero “corazón”, por así decirlo, que es donde o crecen como personajes o, en su defecto, y en un desenlace muy acorde a los tiempos de desilusión y de anti-narrativas de finales de los años setenta del XX en Occidente, se pierden en la desesperación y en la locura. Por supuesto, al final de Stroszek es esto último lo que pasa y la búsqueda de la felicidad y del centro conduce, en un descenso a las tinieblas digno de Joseph Conrad, a la más abrumadora soledad y a la fragmentación total.

En esto, por cierto, la obra de Herzog también se apega a la narrativa del anti-western de los años sesenta y setenta del siglo XX, en el que la figura icónica del cowboy es presentada no tanto como una personificación triunfante de la ley y del orden heroico –como en el western clásico–, sino más bien como la prueba del fracaso de dicho orden. Desde el momento en que vemos a Bruno en su celda del reformatorio en Berlín, por ejemplo, sorprende el afiche de la serie Bonanza pegado a la pared, así como el hecho de que su compañero de celda (un alemán) use un sombrero de vaquero que sólo se justifica por su aparentemente frágil estado de salud mental. Luego, en Wisconsin, los sombreros de cowboy serán ubicuos, muy pese a que la “realidad” del Medio Oeste norteamericano tampoco parece justificar ese tipo de representación. Como en todo buen western, además, el alcohol está enfáticamente presente y el saloon (o el bar Bierhimmel [paraíso de la cerveza] de Berlín) es un lugar en el que tienen lugar encuentros trascendentales. Finalmente, y de manera acaso más claramente espectacular y escandalosa, y como si Stroszek fuera en efecto un western clásico, hay un único personaje femenino en toda la película, Eva, y este personaje es, inevitablemente, al mismo tiempo víctima abyecta, prostituta y mujer traicionera.

No deja de resultar llamativo que al final del filme, cuando se encuentran las líneas narrativas de la road movie y del western, el punto de confluencia y, de hecho, el vórtice preciso en el que Bruno ya no sólo que no “lo logra” (he does not make it) sino que completamente “lo pierde” (he loses it) es una reserva indígena. Nada sorprendentemente, y aunque Bruno ya está marcado como figura mentalmente desequilibrada desde el inicio del filme, este es recién el lugar en el que las cosas se vuelven realmente extrañas (¡véase el siguiente video!), y en el que el viaje físico y metafórico desde la superficie hasta el fondo llega a su punto de agotamiento final al confrontar el horror del otro radical.

 

 

La secuencia del pollo danzarín, que ha desconcertado ya a generaciones de espectadores, parece querer ser alegoría de muchas cosas (los mecanismos descarnados del capitalismo y del trabajo asalariado, la diferencia sólo gradual entre el sujeto humano y el sujeto animal, la locura pura y simple, etc.), entonces, pero entre otras lo es también de la completa falta de sentido tanto de la civilización de la que Bruno escapaba como de aquella más sencilla a la que llegó e, incluso, de la supuesta “naturaleza” de los habitantes originarios de una America mítica que, para todos los efectos, ni existe ni existió jamás. Más que una crítica del sueño americano, en otras palabras, Stroszek es, en definitiva, una crítica del sueño como tal.

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