Teresa de la Parra: la vida como una cárcel
La revisión de algunos escritores venezolanos atiende a la necesidad de entendernos y entender a Venezuela desde su literatura. El momento histórico que vivimos amerita la lectura y relectura de los narradores que ficcionaron la realidad del país y lo explicaron desde la verdad de sus mentiras. La realidad venezolana queda descubierta y revelada en la ficción narrativa. Gracias a esos dos actos de magia que quitan el velo encubridor , podemos apropiarnos de ella, en primera instancia. En segunda, podemos explicarla y, sobre todo, transformarla. Solo puede cambiarse lo que se conoce; lo que se sabe cómo es.
Por otra parte, esta mínima revisión permite rescatar valores literarios que han sido olvidados por el tiempo, o mal entendidos por el rumbo interesado del gusto del momento, o segregados del panteón cultural por no ceñirse a los patrones exigidos en determinada época. Traídos y llevados, ensalzados o hundidos algunos de nuestros mejores escritores han sufrido los avatares caprichosos de la moda, de las ideologías al uso o de la mezquindad de su entorno.
Nos interesa, también, rendirle homenaje a nuestra tradición literaria. Venezuela es el país del olvido fácil, rápido y puntual. Revisitar las bases de nuestra cultura, literaria en este caso, significa reeducar la memoria para que el pasado nutra la identidad perdida y cumpla con su misión: construirnos y reconstruirnos desde la mirada activa que hace del pasado fuente inagotable de conocimiento. En este caso de auto-conocimiento.
Comenzamos con Teresa de la Parra (1889-1936) en este aniversario de su muerte , del que se ha hecho caso omiso hasta el momento. Es de nuestros escritores más maltratados por la miopía de una cultura a la que le encantan las etiquetas porque son muy cómodas para manejarse en el laberinto del gusto. Sus dos novelas , Ifigenia (1924)y Memorias de Mama Blanca (1929) fueron colocadas en el altar de las lecturas obligadas de los programas educativos y desde allí impiden toda otra consideración que no sea la de leer dos historias para el conocimiento de usos y costumbres de la Caracas que estrenaba el siglo XX de forma tardía y perezosa. Teresa de la Parra sufre doble condena: se lee superficialmente y se lee solo aquello que ascendió a ese altar, ocultando bajo la alfombra de la incomprensión crítica sus cuentos y ensayos que son lo mejor de su talento.
Dueña de una fina ironía y defensora del feminismo moderado, Teresa de la Parra es un extraño ejemplar asfixiado en ese “monasterio al aire libre” que era la Caracas de su tiempo y que tan acertadamente describe ella misma. Para escapar de él, Teresa se exilia muy a gusto en Europa donde los aires huelen a libertad expresiva en lo literario y en lo emocional. Ese olor a mujer sin cadenas será el estímulo para narrar la peripecia de las otras, las serviles, prisioneras de un destino al que corren ciegas y entusiasmadas para inmolarse en las fauces de una sociedad depredadora que las aniquila. El laberinto de unos personajes esclavos de un mundo injusto es su obsesión temática desde los primeros cuentos, que datados en 1915 , funcionan como antesala a su consagración posterior, y a los que no se ha prestado suficiente atención. A ellos pasamos ahora en una mínima revisión que los desempolva para la mayoría y, ojalá, los resucite para todos.
Historia de la señorita grano de oro, bailarina del sol plantea lo que será su temario persistente: la mota de polvo que baila libre y brilla bajo el rayo que le da vida es atrapada por la necesidad de posesión de un muñeco de felpa que la quiere solo para sí y ese afán de dominio la reduce a ella a lo peor de su condición , gris y mediocre, y a él lo sepulta en la nada de una tristeza solitaria. Liberarla es liberarse, es disfrutar de su belleza luminosa y compartir juntos la alegría del amor, pero tiene sus riesgos. La muerte de ella, tragada por un insecto es el final previsible a toda aventura riesgosa. La vida permite pocos momentos exultantes, hay que vivirlos a tope porque el final puede esperarnos a la vuelta de la esquina y ponerle fin a la experiencia de plenitud. La alegoría es clara, no hay vida ni amor en la posesión malsana del otro. Adueñarse no es amar.
El tono sencillo de su lenguaje, la fantasía del escenario en que se desenvuelve Historia de la señorita….engañan al lector desprevenido que puede pensar en que se sumerge dentro de un código infantil. La crueldad del final, la muerte alevosa de la poseída, y el vacío que hunde al poseedor hablan de un tema corrosivo contra el que se estrella la aparente inocencia del título y el desarrollo de su anécdota.
El ermitaño del reloj eleva en varios puntos la crueldad del cuento anterior. El monje que da las horas en un reloj de pared no sabe que forma parte de un mecanismo y que no es libre. Se cree poderoso e importante porque vive engañado pensando que es responsable de la función del artefacto. Cree que tiene voluntad y libre albedrío. Por eso un día escapa a la corte de porcelana de la Reina de Saba ( que vive en una vitrina del salón ) , y la aburre ( ¡cómo no!) con un cuento fastidioso que duerme a todo el mundo y cuando , retrasado por la distracción, pretende regresar aprisa a tocar las campanadas, estas suenan sin su valiosa presencia. Él no hace falta, es prescindible, su vida no tiene ningún sentido: es solo un adorno del mecanismo relojero que funciona perfectamente aunque él no esté. No queda otro camino que desaparecer: el fraile se ahorca con el cordón de su hábito.
El despliegue exotista que confiere al cuento su acusado modernismo, no sirve para arrancarlo de las garras de su tenebroso planteamiento temático cuyo nihilismo fehaciente da al traste con las máscaras risueñas de los objetos del salón , cuyo trágico destino termina concentrándose en el acto suicida del protagonista.
El genio del pesacartas no es menos deprimente. Un gnomo de cuero pretencioso y arrogante trata con petulancia a sus compañeros de escritorio hasta que un día cae en el tintero de su dueño y queda irremediablemente degradado a la ignominia de vivir en el fondo de un cajón, donde sigue empeñado en mostrar su supuesta superioridad ante la compañía de turno que son objetos tan inservibles como él.
En las tres historias destaca la vida entendida como una cárcel. El destino aciago de los personajes se cuenta como un camino infeliz que se inicia por la ambición de creer que podemos decidir quiénes somos y para dónde vamos, cuando lo cierto es que la vida está trazada por otra voluntad que no nos deja ser. Prisioneros de un sino inevitable, títeres en manos de un artífice desconocido, los protagonistas de estas historias no tienen vida real, no son dueños de sí mismos y a todos les espera un desenlace fatal a destiempo y de forma inevitable. Con humor piadoso Teresa de la Parra escribe un réquiem a la pretensión humana de decidir libremente. Más tarde pondrá el epitafio con la aparición de Ifigenia. Testigo y víctima de un tiempo que deshonra la condición femenina, nuestra mejor escritora merece ser leída con ojos que la coloquen en el sitial que le corresponde como una de las mentes más agudas y críticas del país.
Que esta reseña concentrada sirva como inicio para recorrer los caminos inexplorados que la pluma de Teresa de la Parra nos propone con guiños nada explícitos y que seamos capaces de recorrerlos con ojos menos prejuiciados, y con la libertad de análisis de la que todavía podemos echar mano y que tanto necesita el trabajo literario de nuestros autores de relieve.