¿Cuánto más se puede decir acerca de la maldad, luego de mirar su ejecución en los videos que circulan en las redes, mostrando sin filtros la represión y abusos de las fuerzas armadas en close up, en el torpe registro que logra hacer la gente que protesta pacíficamente en las calles contra el gobierno de Venezuela?
Aquello de que una imagen vale más que mil palabras, no es conseja que me acomoda apostando como apuesto por el decir escrito. Pero es verdad que presenciar la maldad en acción, es cosa que deja sin palabras. Cuando la violencia pura y bruta sucede frente a tus ojos, en la crónica del que la sufre en carne propia, duele, no es cuestión de adjetivos, se sufre, insulta. Cuando la violencia es real, por mucha sangre y pistolas que estemos acostumbrados a consumir en las inagotables ficciones de la industria del cine y la televisión, se vive mal, cuesta mirar, llega hondo, es físico, te consume. Y cuando te gusta bailar y comer lo mismo que no solo a las víctimas de esa violencia, sino a los ejecutores de la maldad, el revolcón emocional asciende a lo irracional.
Somos gente de la misma tierra, unos contra otros, los unos armados, los otros sin armas. Y como las razones propias son las razones que no dejan ver las razones otras, la rabia manda, la injusticia se atraganta, sólo queda la maldad expuesta en toda su carne. Pero, si nosotros siempre hemos sido tan buena gente… tan buena onda y guapachosos, tan mamadores de gallo y desenrollados…
Llegados a las definiciones, lo que se dice de los venezolanos fuera de Venezuela, como en mucha generalización, tiene algo de verdad difícil de aceptar. Me remito a la que leí esta mañana en alguno de esos chats de compañeros de colegio que lees cuando te alcanza la piedad, chistecito publicado en El Tiempo de Colombia:
En una ocasión, le preguntaron a un reconocido sabio: ¿Qué es un venezolano? Su respuesta fue la siguiente: ¡Ahh, los venezolanos… ¡qué difícil pregunta!
Los venezolanos están entre ustedes, pero no son de ustedes. Los venezolanos beben en la misma copa la alegría y la amargura. Hacen música de su llanto y se ríen de la música. Los venezolanos toman en serio los chistes y hacen chistes de lo serio. No creen en nadie y creen en todo. ¡No se les ocurra discutir con ellos jamás! Los venezolanos nacen con sabiduría. No necesitan leer, ¡todo lo saben! No necesitan viajar, ¡todo lo han visto! Los venezolanos son algo así como el pueblo escogido, por ellos mismos. Los venezolanos se caracterizan individualmente por su simpatía e inteligencia; y en grupos por su gritería y apasionamiento. Cada uno de ellos lleva en sí la chispa de genios y los genios no se llevan bien entre sí, de ahí que reunir a los venezolanos es fácil, pero unirlos es casi imposible. No se les hable de lógica, pues eso implica razonamiento y mesura y los venezolanos son hiperbólicos y exagerados. Por ejemplo, si te invitan a un restaurante a comer, no te invitaron al mejor restaurante del lugar, sino al mejor restaurante del mundo. Cuando discuten, no dicen: ¡No estoy de acuerdo contigo! sino ¡Estas pelao, completamente equivocado! … Los venezolanos ofrecen soluciones antes de saber el problema. Para ellos nunca hay problema. No entienden por qué los demás no les entienden cuando sus ideas son tan sencillas y no acaban de entender por qué la gente no quiere aprender a hablar español como ellos. ¡Ah, los venezolanos… No podemos vivir mucho con ellos, ¡pero es casi imposible vivir sin ellos!
(Dedicado con cariño a los habitantes del mejor país del Mundo) Venezuela.
Es probable que, a más de un venezolano, alguna de estas gracias le amargue el rictus. Porque cualquiera de las afirmaciones, tiene su resonancia en lo que sabemos que somos. Sirva el chiste, para hacer fácil decir lo difícil. Reunirnos es fácil, unirnos nos resulta cuesta arriba… ¿será por eso que es común encontrar entre colegas a los peores enemigos encubiertos?… ¿Cuál es el origen de esa maldad nuestra?… ¿Es envidia? ¿Qué le envidia el guardia nacional al estudiante?
En días recientes me enfrenté a un cierto tipo de maldad, que a lo mejor conjura alguna explicación del origen de nuestro deterioro. Y hablo de maldad básica, rastrera, oscura, trasversal. Y sin razón aparente, sin motivo, como generalmente sucede el ataque sangriento al inocente desprevenido. Aun no me recupero del trauma, pero no alcanzo a honrar a los malvados con mi desprecio. Ellos saben quiénes son y están muertos, enterrados en un pasado engañoso y olvidado, aunque insistan en vivir a costa del desprestigio de los que insisten vivitos y creando.
Cuando te enfrentas a la maldad gratuita, de voluntad opaca, impresiona que pareciera surgir por generación espontánea, como si fuera cuestión posible. Si colocas a la generación espontánea en el único lugar donde puede tener espacio, entre las creencias y la fe, sin asidero racional, es cuestión emocional y brutal entonces la maldad, que cuando te atañe, logra mostrarte el tamaño de tu inocencia. Y esa es la mejor parte, la otra cara de esa gesta amarga: adivina tus bondades que entonces quedan expuestas sin esfuerzo, cuando viene al caso decir que se volteó la tortilla, o que Dios protege al inocente… en Venezuela estamos contando los días…
La maldad, siempre ataca por sorpresa. Y siempre que pone en duda la honestidad del honesto, surge inevitable la pregunta del por qué eres merecedor de semejante bajeza rala. ¿Tal vez te has equivocado en alguna cosa sin saberlo? ¿De dónde y para qué se ejercita la maldad? ¿Por qué en tu contra?
Lo que explica al portador de la maldad que motoriza acciones en tu contra, la justificación de su malevolencia, podría tal vez localizarse desandando la huella que lo condujo al descrédito de su víctima, que eres tú.
El camino más corto al daño es alegar que ese, al que quieres perjudicar, no merece estar donde está. No tiene mérito para esa felicidad. No tiene derecho a aspirar a lo que aspira, a decir lo que dice… Por eso la metodología más básica del ejercicio de la maldad, consiste en desdecir, desmentir, descalificar, adjudicar lo que piensas a otras razones que no son las tuyas, e incluso a otras gentes, con otros intereses ocultos. Es una operación que hacen desde gobiernos dictatoriales, cuando atacan con tanquetas y fusiles a la población que protesta pacíficamente, desarmada e inocente, aduciendo que han de defenderse de los terribles ataques de sus opositores: balas contra pancartas, lacrimógenas contra consignas. Porque esas pancartas y esas consignas son financiadas por el imperialismo yanqui, el enemigo más enemigo de todos.
En ámbitos menos físicos, aunque no menos burdos, me ha sucedido encontrarme por ingrata sorpresa, con escritores de poca monta o pobres escritores o escritores pobres, que no venden libros ni han conocido el aplauso, que se mueven con esfuerzo por el peso del resentimiento que los engorda hasta evitar los espejos, que aislados y feos, tristes y enfermos, tratan de deshacerse del exceso de bilis, acusando al buen escritor de ser malo, que si acaso goza de éxito, es porque no es dueño de lo que escribe, sino que plagia. Así de simple, sin siquiera leer lo que el perjudicado escribe.
Y cuando se volteó la tortilla, cuando el daño se les devolvió a los malos sin asidero, cuando la maldad ruin y mala leche quedó descubierta, esa envidia que vive en mi país, que se condimenta con las simpatías de mi cultura, entre amigos, quedó expuesta en todo su esplendor de escalofrío.
El éxito se vive mal en Venezuela. Nadie lo perdona sobre todo si sucede por talento, independiente y sin prebendas ni conchupancias con los pequeños poderes establecidos. Cuando se llega a alguna parte ejerciendo honestamente el oficio, sin pertenecer a grupitos ni amiguerías, te enfrentas a la maldad balurda venezolana. Cualquiera podría preguntarme qué hago yo hablando de estas minucias en tiempos de guerra civil. Pues viene al caso porque los mismos que por alguna infeliz anécdota, que no viene al caso por menuda y de baja calaña, descubro en deliberado ejercicio de la maldad más mala en contra de lo honesto y exitoso, ostentan banderas encendidas en palabrería justiciera denunciando la maldad del gobierno. Y el dolor por lo que sucede, la rabia por la injusticia, la mortificación por lo que vendrá, se me ensucia de lo peor del pasado que los niños muertos no recuerdan.