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Andres Correa

Cuando la insensatez es un delito

Quienes trabajamos como periodistas en Nueva York conocemos bien el caos: la combinación de las tres principales fuentes noticiosas en los últimos años a nivel federal (Trump), estatal (Cuomo) y municipal (De Blasio) es un fenómeno de alineaciones que, como los eclipses, no sucede con frecuencia. Por fortuna.

De ellos sólo queda uno activo y habrá un nuevo alcalde en enero, pero el daño durará quién sabe cuánto más. Los tres ególatras se odian entre sí, y los residentes neoyorquinos –lejos de la ilusión turística de Broadway y la gastronomía inflada– fuimos enredados en su telaraña de mediocridad, insultos y anarquía, mientras pagamos quizá los impuestos más altos del continente americano.

No es cuestión de izquierda o derecha, sino de ser sensato, competente y, sobre todo, digno del cargo público para el cual se es “elegido”. Ninguno de ellos estuvo a la altura. Ver eso en un país y una ciudad que presumen ser modelo de vanguardia e institucionalidad es más patético que en otra parte.

¿Por qué suceden anomalías graves como esas? Es difícil responder. Por años, muchas mujeres acusaron a Donald Trump de “abusos” y no pudieron sacudirlo; al contrario, con cada escándalo parecía subir más en las encuestas. En cambio, a su enemigo Andrew Cuomo esa tónica le acaba de costar el puesto. Ambos, en todo caso, tienen mucha más suciedad debajo de la alfombra, por negligencia y conflicto de intereses. Se acusan mutuamente, pero son gemelos en el caudillismo.

El alcalde Bill De Blasio está a otro nivel, literalmente. Su mayor germen no es la arrogancia, sino la desidia y la incapacidad. Aplica recordar ese dicho de que “más daño hace la gente bruta que la gente mala”.

Ese trío de políticos electos es un reflejo peligroso del mundo en el que estamos viviendo, todos y cada uno con nuestra cuota de (i)responsabilidad. ¿Cómo revertirlo? Quizá un buen comienzo sería recuperar el sentido de las palabras, en acción. Por ejemplo, ¿qué es importante y digno? Que Japón haya honrado su compromiso de organizar las olimpíadas, aún con decisiones dolorosas, sabiendo que habría riesgos sanitarios y pérdidas multimillonarias.

En contraste, mientras cientos de atletas pobres y hasta apátridas sudaban en Tokio, la prensa se desbordó cuando Messi estuvo brevemente sin contrato millonario. ¿Qué nos queda entonces al resto de asalariados? Claro que cualquier persona tiene derecho a llorar, idolatrar y entristecer, pero es realmente infantil y ridículo no saber ubicarse en la vida, mientras tantas personas desconocen dónde dormirán esta noche o cuándo volverán a comer, y desesperadas y sin nada que perder se lanzan a aviones en plena pista en Afganistán.

El sentido común y evaluar las prioridades ante los mil retos que el mundo nos ofrece son herramientas más útiles que seguir abonando la mentalidad de matar la meritocracia igualando todo y callando para no “ofender”. En esta mezcla de inquisición y autocensura, lo único “inclusivo” es el retroceso y la intrascendencia: nos hemos vuelto más débiles, pálidos y conformistas, y eso se proyecta en la calle, las aulas, la prensa, las artes y, por supuesto, la política local e internacional.

Como apunta una amiga feminista –de las serias, no de carnaval–, ahora es un buen momento para que quienes han manipulado y distorsionado las causas #metoo y BLM se volcasen a apoyar a las víctimas en Afganistán y Haití, que sí han estado en peligro desde antes de nacer, por simple genética geográfica.

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