Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

Cuando un hombre y una mujer se casan

Cuando una mujer se casa, son muchos los que piensan que lo logró. Por fin lo atrapaste… lo conseguiste… finalmente alcanzaste lo que querías… ¿Por qué cuando un hombre se casa, nadie piensa lo mismo? Muy por el contrario, son muchos los que piensa que ese se jodió… se dejó atrapar… ya no será el mismo… Debo decir que aunque me da mucha risa, es asunto serio que aun se equivoque la estima de la mujer en tal grado. Cuando un hombre y una mujer se casan, el trofeo es el hombre y se lo lleva la mujer. Eso no la hace más guerrera. Simplemente la hace menos, él es el tesoro, el que vale. Ella la afortunada, porque un hombre decidió dignificarla con su nombre.

Cuando una mujer vive con un hombre sin casarse, es considerada digamos que “liberada”, por decir lo menos, y no estoy hablando de lo que piensa mi abuela. Cuando un hombre vive con una mujer, es considerado “un duro”, un tipo con fuerza y capacidades, buena cama, sólido, se hace más atractivo un tipo que puede tener a la mujer que quiere, sin necesidad de comprometerse con ella más allá de la circunstancia y mientras dure… no importa si comparten los gastos, o si la que gana más es ella. La puta es ella, él, Rodolfo Valentino… que tampoco es que la quiere tanto como para casarse.

Parecen pensamientos antiguos pero es impresionante constatar cómo aún circulan en el inconsciente colectivo.

Cuando un hombre y una mujer deciden vivir juntos, es probable que, según sea el caso, se alboroten los celos de los aspirantes que se quedaron fuera, el picor de los salpullidos de Edipos y Electras, las sospechas y temores de los familiares más vividos y descreídos, los desconciertos e intrigas de los que envidian y por eso desconfían… y siempre queda una esperanza. La esperanza de que sea cuestión de un enamoramiento pasajero, que se suspende con una buena pelea o desacuerdo, sin papeleo ni consecuencias. Pero cuando la cosa pasa a mayores, de firma de documento con testigos, anillos y juramento de amor eterno, se revelan todos los sentimientos anteriores en carne viva, suerte de pataleo breve que inevitablemente se consume en resignación, incluso entre los aparentemente más liberados de convenciones morales. Y esto lo que muestra, es el inconmensurable peso que tienen los gestos simbólicos y las ceremonias. No es casual que desde siempre los ceremoniales hayan sido indicadores de lo humano. Lo que sorprende es que a estas alturas de la civilización “liberada” de convencionalismos, aun funcionen con tanta fuerza.

Un capítulo aparte es casarse en el City Hall de NYC. No es gratuito que contraer nupcias en ese recinto, se haya vuelto emblema de la ciudad más libre del planeta: el amor cuando es del bueno, no amarra sino que libera. Por eso, Nueva York te lo facilita, sólo necesitas tu pieza de identificación y las ganas, es cuándo y cómo se te antoja, haciendo tu cola hasta que te llega el turno pues no hay manera de reservar ni de pagar preferencias, todos los que se quieren casar están en lo mismo, homosexuales, transexuales, viejos o muy jóvenes, preñados o trasnochados, de todas las razas y nacionalidades, gordos y flacos, en una efervescencia que asciende con los minutos de espera, como las burbujas del champagne. Y casarse así de simple, de alguna manera, libera de las basuritas. Porque en el City Hall se casan todos a todas luces, frente a todos y porque quieren y querer es así de fácil. Y así de alegre, incluso en los casos en que el amor no es lo que manda, todos están haciendo lo que quieren en sus propios términos. Y hay espacio para todos por igual.

Cada pareja, una historia; unas más congestionadas o enrevesadas que otras, algunas difíciles de imaginar, pero todos contentos… La convocatoria pareciera estar llena de certitudes, de un bienestar innegociable, que atañe incluso a los empleados y los policías de la entrada, de un buen humor espléndido. A ese lugar nadie va a pelear, está hecho de instantes felices y de futuros largos de promesas, de bucles y encajes, escotes, tacones y flores. Se casa todo el que se quiera casar, sin obstáculo de legalidades ni desconfianzas. En City Hall le preguntan a las mujeres que se casan, si se quieren cambiar el nombre: esa es la manera justa de preguntar si quieren llevar el apellido del marido, cosa corriente en otros tiempos aunque implicara ceder tu identidad, olvidarte de lo que hasta ese momento habías sido. Creo que cada vez son menos las dispuestas a semejante aberración, por eso se curan en salud. Aunque todavía perduran instancias donde el apellido de casada es garantía de respeto… insisto, y no son cosas de mi abuela.

Y así sucede el juramento de amor, entre fotos, sonrisas y risa, nervios y emoción multiplicada, euforia compartida entre distintos… la gente se casa en una ceremonia que no trasciende los 7 minutos. Son muchos los que esperan afuera por casarse, de allí la prisa. De todas maneras, las fotos luego harán lo suyo. Porque son las fotos las que vuelven eternos esos escasos minutos del sí, en la enfermedad y hasta la muerte. Esas fotos de un hombre y una mujer que se casan, siempre abren una puerta: despiertan todo tipo de ternuras, desprenden una cascada de comentarios de alegría, encienden las felicitaciones contagiosas, en reconocimiento del amor, a niveles de maravilla. Las fotos de matrimonio, así sea de tus padres o tus abuelos, detonan siempre la admiración que produce el amor, que es lo que nos hace vivir desde lo mejor de lo que somos.

Hey you,
¿nos brindas un café?