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Félix J. Fojo
Félix J. Fojo - ViceVersa Magazine

Cuando calienta el Sol

La trampa se cerraba minuto a minuto y las partes en conflicto aparentaban haber aceptado el designio fatal de la confrontación inevitable. No parecía haber salida y todo indicaba que el destino, el fatum de los griegos se cumpliría inexorablemente.

El sábado 27 de octubre de 1962 al atardecer, con el cielo bastante despejado y algo de viento en las zonas costeras de la capital, todos, por lo menos todos los enterados, y los enterados, gracias a la lectura de noticias entrelíneas y a radiobemba, éramos millones, estábamos completamente seguros de que no llegábamos enteros al amanecer del 28. Quizás con algo de suerte hasta el 29, pero no mucho más que eso.

Para colmo, morirse de sopetón no era lo más malo. ¡Lo más jo… robado de todo aquello no era morirse desintegrado dentro de un hongo atómico sino estar en la periferia y quedarse padeciendo en el cuerpo aquella desgracia radiactiva unos cuántos días más! ¡Como los infelices sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki!

¡Solavaya!

Temprano esa mañana una batería de misiles antiaéreos S-75 Dvina (la OTAN, siempre discordante, los denominaba SA-2 Guideline), manejada por soldados soviéticos que formaban parte de la Operación Anadyr —eso lo sabríamos muchos años después—, había derribado cerca del pueblo de Banes, en la provincia de Oriente, el avión U-2 de observación pilotado por el teniente norteamericano (USAF-CIA) Rudolph Anderson, matándolo.

Y amparándose en el derecho a la defensa, que lo tenían, y aprovechando la oportunidad que los rusos le habían puesto en bandeja de plata al matar a uno de sus pilotos, lo lógico era que los americanos comenzaran, con miles de aviones, misiles de alcance medio y la artillería de los barcos, el barrido de las bases coheteriles rusas, las antiaéreas y las nucleares, todas juntas, que habían crecido como hongos en la isla desde hacía por lo menos un par de meses. Y detrás de eso e inmediatamente la inevitable hecatombe nuclear. Y dentro de la hecatombe nuclear, como en uno de los más profundos círculos del infierno, nosotros, los cubanitos de a pie que ni la comíamos ni la bebíamos.

Tirado en mi cama, con el uniforme del colegio puesto al completo, incluido los zapatos —es común la creencia de que resulta más digno morir vestido que desnudo, aunque esa muerte lo volatilice a uno junto con la ropa que lleva encima— prendí mi manoseado radiecito de baterías y me dispuse a escuchar, como casi todos los días después de clases, las estaciones radiales de Miami y el sur de la Florida. Y moviendo el dial de un lado para el otro fue que me salió,bajito, pegado al oído, que las cosas no estaban para escandalizar con emisoras extranjeras, el texano Trini López, un músico bilingüe que se estaba poniendo de moda en ese momento, cantando, acompañándose con su guitarra «Cuando calienta el Sol».

Lo escuché hasta que terminó la pegajosa canción y no sé qué me pasó. Quizás fue el Sol brillando en mi cabeza, las icónicas chicas divirtiéndose en la playa, la sensación de libertad y vida que me embargó de pronto. Lo que fuera. Ahí mismo me levanté de la cama de un tirón, apagué el pequeño receptor, lo tiré en la cama y me fui casi corriendo a la sala y les dije a mis padres, que estaban pegados al aparato de televisión escuchando las estremecedoras peroratas, los comunicados gubernamentales, las imágenes de aguerridas tropas en “algún lugar de Cuba” y los himnos del fin del mundo: «¡Miren, ni se preocupen, que aquí los yanquis no van a bombardear ni va a pasar nada!».

Y salí para la calle a ver la puesta del sol junto a las dotaciones —eran casi tan niños y tan habladores de cáscaras de piña como yo— de las ametralladoras checas cuatrobocas que poblaban El Malecón de La Habana y la zona de dienteperro del Monte Barreto, un descampado rocoso muy cercano al mar y al barrio donde yo vivía, dejando a mi madre, a escondidas, rezando el rosario y a mi padre convencido de que la extraña situación por la que pasaba la isla me había quemado, de una vez por todas, los fusibles del cerebro.

Y acerté, de chiripa o de dichoso, pero acerté. Y sigo, contra todo pronóstico vivo y sin quemaduras radiactivas, por lo menos que yo sepa. Y así es como yo recuerdo, nítidamente, la Crisis de Octubre del 62, y como ven, «Cuando calienta el Sol», que estaba en la cumbre del éxito en ese momento en casi todo el mundo, menos en Cuba, permanece justo en el centro de ese recuerdo.

Una vez contado mi flasback adolescente, hablemos algo de la canción y de los que la cantaron, que bien lo merecen.

No fue el norteamericano Trinidad Trini López, descendiente directo de mexicanos, chicanos les llaman, el que hizo famosa «Cuando calienta el Sol», aunque sí tuvo mucho que ver con su difusión, cantada en castellano y algo en spanglish, en los Estados Unidos. Fueron tres mulatos guantanameros, los hermanos Pedro (Pituko le decían cariñosamente), Mario y Carlos Rigual, tres cubanazos orientales que vivían por entonces en México, los que pegaron el home run internacional ¡y que batazo! con aquella melodía.

Los tres hijos de los guantanameros reyoyos Juana Rodríguez y Ángel Rigual ya tenían sus añitos cuando se hicieron, súbitamente, como aquel que dice, famosos. Pedro había nacido en 1918, Carlos en 1920 y Mario dos años después. Los tres hicieron sus pinitos musicales, siempre como un trío, en la ciudad del Guaso pero hacia el final de la Segunda Guerra Mundial se trasladaron a La Habana y lograron trabajar como guitarristas acompañantes, cantar en fiestas, en la radio y alguna que otra vez en cabarets.

Conseguían trabajo para ir tirando pero no estaban en la primera línea. Y como ellos querían más, y estaban seguros de merecerlo, siguieron el camino de otros artistas cubanos —Benny Moré, Dámaso Pérez Prado, Mariano Mercerón, Carmen Montejo, Francisco Fellove Valdés, Rafael Banquells, Ninón Sevilla, Oscar Ortiz de Pinedo, Raquel Olmedo, Dalia Iñiguez, Otto Sirgo Haller, María Antonieta Pons, entre otros, y los que vendrían después, que fueron una avalancha— que habían triunfado en la capital mexicana.

Y los Rigual, para no ser menos, con paciencia y tesón lo lograron. Y a lo grande.

Para 1950 regresaron a Cuba, un país que ahora los acogía como triunfadores, a recoger su primer disco de oro ganado con «Corazón de Melón», una melodía que muy pronto fue llevada al ritmo charanguero que arrebataba entonces, el chachachachá. De aquí en adelante, aunque permanecieron definitivamente en México, se le abrieron las puertas de las grandes producciones cabareteras cubanas: Tropicana, Sans Souci, Montmatre, Las Vegas, El Parisién, El Nacional, y por supuesto, de la radio y la televisión. Los programas semanales El Cabaret Regalías y Jueves de Partagás, ambos en la cadena CMQ-TV, los dos santuarios televisivos del éxito nacional e internacional, alzaron sus cortinas para los Rigual al igual que las emisoras del gallego aplatanado Gaspar Pumarejo.

Y también el reconocimiento internacional, sobre todo en países como Canadá, Italia, España, Argentina, Perú, Colombia, Puerto Rico y Panamá. Además, claro está, de México y Cuba. El tipo de canción, una especie de rock lento, que ejecutaban los Rigual es lo que, en Europa, sobre todo en Italia y España se conoce como canciones de verano y tienen un gran mercado sobre todo en esa época del año.

En Miami, en esa ciudad de los primeros años del exilio anticastrista, los Hermanos Rigual fueron reyes. Y lo fueron al extremo de que «Cuando calienta el Sol», grabada por primera vez en 1961, se convirtió en una especie de himno de batalla en la época en que se soñaba con el pronto regreso y se guardaban las maletas traídas de Cuba todavía con ropa dentro. Una época en que todavía el luego denominado Sonido de Miami no existía y le faltaban unos cuántos años, por lo menos quince, para nacer de la mano de Klaus, Miami Sound Machine, Carlos Oliva y los Sobrinos del Juez, Hansel y Raúl, Willy Chirino y varios más que merecen también una historia bien contada.

Los Hermanos Rigual pegaron, uno tras otro, éxitos como «Caliente, caliente», «La del Vestido Rojo», «Déjame en paz», «Ven, Amorcito, ven», «Chinita», «Marsella», «El León duerme esta noche», «Twist del tirabuzón», «Llorando me dormí», «Amapola», «Mulata a Go-Go», «Una noche», «Moliendo café», «Cuando brille la Luna» (que se hizo para reeditar el éxito de «Cuando calienta el Sol», pero se quedó corta), «Desdémona», «Frenesí», «Sole, sole», «Piel canela», «Compasión», «Vereda Tropical», «Una miradita», «Te quiero, te quiero», «En una orilla del Mundo», «Jacaranda», «Juanita Bonita», «Cucurrucucu, Paloma», «Dame un poco de ti», «Rosa rica», «Trompo de juguete», y un montón más.

No muchas de esas canciones eran de su autoría —los tres componían, a veces, juntos y a veces por separado—, pero ellos sabían darles a sus creaciones un toque propio, muy personal y muy moderno para aquella época. Hoy, que he vuelto a escucharlos con detenimiento para escribir estas líneas, me parecen afinados pero facilones, bien acoplados pero muy simples, con arreglos sencillos, pero al mismo tiempo me doy cuenta de que rompían el molde clásico de los tríos al estilo Los Panchos o Los Tres Caballeros, y por eso llegaban muy bien a la juventud, sobre todo en la breve era del twist, un ritmo que venía del rock, pero era mucho más comercial. Los Hermanos Rigual supieron encontrar el camino del logro comercial y lo siguieron al pie de la letra, por el libro. Y lo hicieron muy bien y con mucha dignidad artística. Y la pegaron, internacionalmente, varias veces.

En el cine, aunque los Rigual participaron en algunas películas en México —Cucurrucucu, Paloma y Despedida de casada, entre otras— no se les dio bien. Excepto «Cuando calienta el Sol», que aparece en la banda sonora de unas quince películas, o quizás más. Grabaron mucho como solistas y también con las orquestas de Mario Bauzá, Chico O’Farrill, Chucho Zarzosa y el italiano Ennio Morricone. Participaron también, con relativo éxito, en el Festival de San Remo, Italia, en 1964. Fue el año, por cierto, de «No tengo edad» y su intérprete, la adolescente italiana Gigliola Cinquetti. Y luego se fueron apagando poco a poco, que como dijimos antes, no eran tan jóvenes cuando conocieron la fama.

De que fueron los Hermanos Rigual los que pegaron «Cuando calienta el Sol» en las Américas y Europa, no hay la menor duda, pero la confusión vino más tarde por razón de la autoría de la susodicha canción. Durante mucho tiempo se les atribuyó a ellos, y es cierto que ellos cambiaron algunas palabras y la adaptaron a su estilo, pero hoy sabemos que su autor fue el compositor nicaragüense Rafael Gastón Pérez (1917-1962), autor también del bolero «Sinceridad», que fue grabado por primera vez por el chileno Lucho Gatica junto al trío Los Peregrinos. Y después, en la estela del éxito de Lucho, por el trío Los Ases, Marco Antonio Muñiz, los Galos, Eva Garza, María Martha Serra Lima, Bienvenido Granda, Orlando Vallejo, Los Tres Diamantes, José Luis Rodríguez, el Puma y el pianista Raúl Di´Blasio. Dice la leyenda, quizás haya algo de verdad en la historia, que de vez en cuando Lucho Gatica le llevaba o le enviaba un cheque a la viuda de Gastón Pérez, un parrandero desbocado que nunca se ocupó de los trámites legales ni del cobro de derechos de autor.

El problema con Rafael Gastón Pérez es que bebía mucho y en el curso de sus fiestas, vendía las canciones que componía por centavos. Y eso pasó con «Cuando calienta el Sol en Masachapa», que se la cedió por 400 córdobas (el precio aproximado de una buena botella de aguardiente o ron de cierta calidad), una miseria para lo que dio en royalties después, a un tal Onofre y este luego se las pasó a los Hermanos Rigual, quienes cambiaron el “Masachapa” (el pueblecito natal de Gastón Pérez, en una zona costera del Pacífico) por “aquí en la playa” y la convirtieron en el fenómeno musical que ya conocemos. He leído en algún blog que alguno de los Rigual, probablemente Pituko, llegó a reunirse con Gastón Pérez, pero eso es sumamente dudoso, entre otras cosas porque el nicaragüense tenía en muy poco aprecio sus propias, y muy buenas, composiciones musicales.

Y que conste, nada de todo esto es raro en el a veces irracional y despiadado mundo de la composición musical.

Después de los Hermanos Rigual, «Cuando calienta el Sol» fue grabada por Trini López, que fue la interpretación que yo escuché en mi radiecito de baterías en la que pudo haber sido mi última tarde en el planeta (la mía y la de millones más, que aquella locura de políticos insensatos era la catástrofe), por el Trío los Panchos, los Marcellos Ferial, un grupo juvenil italiano que la hizo conocida en ese país y le abrió el camino a los Rigual para que arrasaran en la tierra de los césares, Vikki Carr, para mí, que me gusta muchísimo ella, lo reconozco, la mejor interpretación que he escuchado, Nancy Sinatra, en un español decoroso, un Bing Crosby ya muy maduro y bastante poco convincente, los Platters (Love me with all your heart), parte en inglés y parte en un español chapurreado y la británica Petula Clark.

Quieren seguir, pues adelante: Los Machucambos, Marlo Thomas, Luís Miguel (hoy otra vez de moda), que no acaba de convencerme a pesar de su tremenda voz, Teresa Brewer, Connie Francis, Alberto Vázquez, Engelbert Humperdinck, Talya Ferro (una sorprendente interpretación, parte narrada y parte cantada, que les invito a escuchar en YouTube), Ray Conniff y sus coros, siempre tan profesionales, Ray Charles Singers, Javier Solís, Helmut Lotti, la banda de un Xavier Cugat ya en decadencia, Steve Lawrence, el español Raphael, espectacular como siempre, Roman Tam, Tony Vilar, Trío Siboney, Smothers Brothers, Pablo Montero, DJ Damage, Antonio Prieto, La Nueva Compañía, Jerry Vale, el Mariachi Vargas de Tecalitlán y…

Y Ken Dodd, Tommy Garrett and the 50 Guitars, Gelu, Victor Iturbi, Luisito Aguilé, una sencilla y linda interpretación, como siempre, Caravelli, la orquesta de Frank Pourcell, Lola Novakovick, Johnny Rodríguez, Jim Nabors, Don Patterson and Booker Ervin, Julio Iglesias con Lola Falana, Stephanie Lai, Momo Yang, Luis Alberto del Paraná, The Lettermen, Johnny Ventura, el merenguero mayor, Sergio Franchi, Santos Colón con los timbales de Tito Puente detrás, Roy Etzel, Agnetha, la ex de ABBA, Karl Denver, la diva italiana Rafaella Carrá, Don Cherry, The Bachelors y para que continuar, si son decenas y decenas más.

Además de tener una melodía extraordinariamente pegajosa, «Cuando calienta el Sol» posee algo, ese gancho, imposible de definir, de lo que nació para quedarse, o por lo menos para reaparecer con fuerza cada cierto tiempo.

Ojalá y la próxima no sea bajo la amenaza de una confrontación nuclear.

Cruzo los dedos.

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