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Todo usuario de Windows está familiarizado con el comando ctrl+alt+del o ctrl+alt+supr para poder reiniciar su máquina cuando hay alguna falla o deja de responder como normalmente se supone que debería hacerlo. No había pensado en esa combinación hasta el pasado sábado 12 de agosto, cuando Charolottesville pasó a ser un nombre pronunciado en todos los noticieros.

El resumen de los hechos es el siguiente: Un grupo de “nacionalistas blancos” salió a manifestar su descontento ante la propuesta de retirar la estatua del General Robert E. Lee, un confederado que luchó en la Guerra Civil de EE.UU, al lado de quienes eran partidarios de la esclavitud. Otro grupo que estaba en desacuerdo salió a hacerle frente, y en medio del encuentro, James Alex Fields Jr., un hombre de 20 años simpatizante de la ideología Neonazi, atropelló a 20 personas, causando el deceso de Heather Heyer y dejando heridas a las otras 19 personas.

Ha habido un gran revuelo alrededor de todo esto, desde la tardía y ambigua respuesta de Trump hasta cuáles deberían ser los límites de la tolerancia y la libertad. Una vez pasado el primer shock, que no, no sólo tiene que ver con que haya un fallecido, me pongo a pensar sobre el cómo evolucionan las heridas sociales.

Vivir en sociedad es tremendamente complicado, y nos ha tomado un par de siglos poder ir entendiendo la manera de superar nuestras diferencias. Lamentablemente, a medida que la población mundial va creciendo a una velocidad exponencial, las posibilidades de encontrar puntos de acuerdo se van haciendo más escasas.

Como lo veo, la cosa está en que es utópico pensar que la tolerancia y la libertad de expresión pueden ser ilimitadas. Si bien es cierto que es hermoso creer en que todos tenemos el derecho de decir lo que pensamos y sentimos y que el otro está en el deber de respetarlo, no deja de ser menos cierto que este pensamiento puede estar llevándonos a orillas peligrosas.

El problema está cuando se trata de imponer las creencias, y ese no es problema exclusivo de las ideologías de derecha o de izquierda, musulmanes o cristianos, de blancos ni de negros. Termina siendo un problema de todos, porque no hay una manera de escapar de ello.

El mundo comienza a moverse en un inestable terreno de debate entre lo que debemos tolerar y lo que no, lo que es peligroso para nuestros países y lo que se puede hacer por el otro. A eso se le suma que mientras más historia acumula la humanidad, mayores se van haciendo las deudas sociales y más profundas las heridas sin cicatrizar. Cada país tiene su propio pedacito de historia que debe reinterpretar, así como también tenemos aquellos hilos que nos unen como humanidad que son necesarios desenredar.

Los hechos de Charlotteville no son más que la punta del iceberg de lo que sucede en el fondo de la sociedad americana, donde la solución no es reiniciar la máquina, sino trazar caminos de encuentro; y no responder blandamente ante lo que propone intolerancia y daño al otro. Encontrar el justo lugar de cada uno en el mundo es una tarea ardua y larga, que puede tornarse injusta en el camino, pero que es necesario para intentar no repetir los errores del pasado.

Después de haber pasado meses escribiendo y con el pensamiento centrado sólo en Venezuela y lo que me rodea, es esclarecedor mirar el panorama desde un ángulo más abierto que me ha permitido entender que una economía funcional no es necesariamente un signo de una sociedad sana. Debajo de un sistema que se mueve a un compás próspero, hay silencios que reverberan en el interior, y que cuando encuentran eco en otros, pueden emitir el más ensordecedor de los ruidos.

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