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Crónica de África: Una canción de esperanza en Malawi

La severa sequía y crisis de hambre en varios países africanos me recuerdan la primera de muchas veces que visité ese continente. Pienso en Malawi, un país donde fui hace varios años en la primera de mis misiones como consultor en salud para las Naciones Unidas. En esa ocasión, tenía que evaluar la situación sanitaria de los refugiados procedentes de Mozambique, que habían cruzado la frontera con Malawi.

Malaui o Malawi, oficialmente la República de Malaui, es un país sin salida al mar que está ubicado en el sureste de África. Antes conocido como Nyasalandia, Malawi limita con Zambia al noroeste, Tanzania al noreste y Mozambique al este, sur y oeste.

Observando la cálida hospitalidad de los malawianos para los refugiados mozambiqueños, me di cuenta de que los lazos tribales que unían a los refugiados y a quienes los recibían eran mucho más importantes que los límites impuestos artificialmente por las potencias coloniales. Desde entonces, guardo un recuerdo poderoso y entrañable de mi viaje a ese país africano.

Al llegar a Lilongwe, la capital de Malawi, descubrí que mi única pieza de equipaje se había perdido en tránsito. Sólo tenía una cartera con algunos artículos de baño, un libro y la ropa que llevaba puesta. Decir que estaba molesto es un eufemismo. No podía pensar cómo me manejaría en una misión de cuatro semanas en estas condiciones, que incluía frecuentes viajes al interior del país.

Resultó que me las arreglé muy bien. Lavaba mi ropa interior cada noche en el hotel, y me alivió no tener que cargar mi equipaje pesado cada vez que visitábamos el interior del país. Mis colegas me miraban con envidia. Nunca antes había estado tan feliz de tener tan pocas cosas.

En uno de los viajes pasamos a través de hermosas plantaciones de té que tenían como telón de fondo una vista maravillosa de la montaña Mulanje, la más alta tanto en Malawi como en el sur de África Central. La exuberante vegetación me hizo recordar a mi ciudad natal, Tucumán, igualmente hermosa y exuberante.

Nuestros anfitriones nos invitaron a visitar una escuela vocacional, que  proporcionaba educación práctica a adultos malawianos con discapacidades. Me interesaba la visita, sobre todo porque mi esposa, involucrada en la educación de adultos durante varios años, entendía su valor.

En la escuela pasamos por varias salas donde gente adulta, en su mayoría mujeres, aprendía diferentes habilidades: algunas mujeres jóvenes a tejer en telares, otro grupo a hacer muebles de madera, y un tercero trabajaba en lectura y escritura básica en inglés. Me fascinó cómo los adultos de diferentes edades aprendían los rudimentos de un nuevo idioma, pese a las obvias dificultades que representaba la tarea.

Me quedé observando a los estudiantes de este grupo, mientras mis compañeros iban a otra clase, a la que llegué poco tiempo después. Como llegué tarde,  permanecí fuera del salón. Me percaté que era una clase de música cuando escuché a un coro de hombres adultos.

La canción, una melodía maravillosa, relataba cuán hermoso era su país, cuán grandes sus ríos, cuán verdes sus montañas y cuán bellas y abundantes sus plantaciones de té. Era una canción llena de anhelo y aprecio por las bellezas de su tierra. Sus voces afinadas llevaban tan bien la melodía que era obvio que habían estado practicando esa canción durante mucho tiempo.

No necesitaba ver a los intérpretes para disfrutar de su canto. Al terminar la canción y mientras mis compañeros salían de la habitación, pude ver a los cantantes. Sólo entonces me di cuenta que acababa de escuchar a un coro de ciegos.

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